“El español primero es de su pueblo,
de su barrio si vive en una ciudad, después de su comarca, más tarde de su
región, y en último lugar, de España”. La frase, del historiador Claudio Sánchez-Albornoz,
resume el espíritu de un pueblo que nunca fue capaz de agruparse en un proyecto
político común, saqueado por oligarquías y espoleado demasiado a menudo por un
odio cainita hacia lo diferente. La idea de España se ha construido siempre por
oposición: por oposición al musulmán durante la reconquista (sin mayúscula,
porque no hay nada de épico en ella), contra el protestante en la España
imperial, contra todo lo que no fuera castellano durante el siglo XVIII, a
través de la lucha entre tradicionalistas y liberales en el siglo XIX, contra
el socialismo y la modernidad en el siglo XX. España es como el protagonista de
El lobo estepario, de Herman Hesse: un concepto herido, atrapado entre dos
extremos, que se observa a sí mismo incapaz de apreciar la belleza de lo
múltiple, la riqueza cultural y lingüística de su territorio, y aterrado ante
la perspectiva de observarse en un espejo y ver cómo su realidad se fragmenta.