Si fuera alcalde de Madrid no lloraría por
perder unas Olimpiadas. Antes lloraría cada mañana al leer las cifras de
desempleo en una ciudad azotada por una de las peores crisis económicas que
haya padecido. Lloraría al caminar por Vallecas y observar un barrio destruido
por la falta de futuro. Llamaría a las puertas de las casas para escuchar de
primera mano historias que hablan de desolación, miseria y precariedad.
Acudiría a Villaverde para ver como setenta policías antidisturbios desalojan
de su vivienda a una familia obrera por orden de un banco rescatado con fondos
públicos. Iría a un instituto para observar como los jóvenes son tratados como
ganado estabulado, amontonados en aulas donde un profesor impotente se afana
por cumplir un programa educativo ideado para crear esclavos y no hombres y
mujeres libres. Me llenaría de su dolor hasta hacerlo mío y con ese dolor, con
esa rabia, agitaría las calles hasta que Madrid zumbara como un enjambre de
abejas enfurecidas.