Para mi abuelo Primi, que se marchó a Alemania en busca de un futuro para su mujer y sus seis hijos, y para Francys, por su apoyo incondicional.
Querido Manuel:
Hace varios días que habrás llegado a
Alemania. No lo sé con certeza, tu madre no me ha dicho que día te fuiste
exactamente. ¿Por qué no me dijiste que te ibas cuando llamaste por teléfono
hace unas semanas? Te noté nervioso, pero lo achaqué a alguna discusión con tus
padres. Sé que desde que terminaste la Universidad y no encuentras trabajo
vuestra relación se ha deteriorado un poco. Bueno, no importa Manuel, quizás no
quisiste decírmelo para que no me apenara. Quizás
piensas que estar en una residencia ya es bastante triste y no quisiste
afligirme más. Ya eres un hombre y respeto tu decisión. Hace mucho tiempo
que dejé de empujarte en los columpios del patio de atrás.
Cuando tu madre ha venido a verme esta
mañana y me ha dicho que te has ido a Alemania a buscar trabajo, algo dentro de
mí se ha roto. No es que esté triste,
hijo, no es eso. Es normal que un abuelo esté triste por la marcha de su único
nieto. Ha sido algo más profundo, algo que tenía que contarte. De emigrante a
emigrante.
Sabes que en mi juventud estuve
trabajando en Alemania, ¿verdad? En una fábrica de cemento, cerca de
Heidelberg, en la República Federal Alemana. Me fui con veintiséis años, la misma edad que tú, pero mis circunstancias eran
distintas a las tuyas. Tu madre tenía en aquel momento 2 años. Recuerdo
perfectamente la fecha, la estación de tren, el vestido de tu abuela, que en
paz descanse, el llanto de tu madre entre el gentío y la ansiedad crispando mis
manos, aferrándome a la maleta. Era 12 de julio, y el calor era sofocante.
Habíamos salido del pueblo la noche anterior, para llegar a Madrid por la
mañana y coger el tren que me llevaría hasta París, y de allí, el que me
dejaría definitivamente en Heidelberg. Tu abuela y tu madre me acompañaron todo
el trayecto. Allí íbamos los tres, como sardinas en lata en aquellos autobuses
de línea rompe espaldas por caminos apenas asfaltados. El traqueteo del autobús
consiguió adormecer a tu madre y a tu abuela, pero yo no fui capaz de pegar el
ojo.
Yo
no quería separarme de ellas, eran mi vida, pero en el pueblo el trabajo
escaseaba cada vez más y a duras penas conseguíamos comer algo que no fueran
patatas. Por las noches no podía dormir
pensando en el futuro que podría darles a tu madre y a tu abuela. Yo era un jornalero, hijo y nieto de
jornaleros. Quería que mi hija tuviera todas las oportunidades que yo no
tuve. Alemania podía significar para nosotros un nuevo comienzo. Estaba
ilusionado, pero también tenía miedo. El insomnio llevaba varias semanas
quemándome las pestañas, y allí, en la estación, la sombra de mis párpados
delataba mi ansiedad. Eran otros tiempos y tu abuela no podía verme nervioso ni
asustado. Los hombres deben ser hombres, me decía mi padre. Tú no le llegaste a
conocer. Era un buen hombre, bruto, sí, pero bueno. Me educó con mucha
rectitud. Y a base de palos también. Las emociones eran cosa de mujeres, me
decía. Los hombres no sienten miedo, y si lo sienten, aprietan las manos y se
lo tragan. Así que ni una lágrima salió de mis ojos mientras me despedía de
ellas. Abracé a tu madre, con suavidad, y le besé las mejillas, las manos y los
ojos. A tu abuela le sostuve la barbilla y la besé, con decoro, por supuesto.
El amor entre un hombre y una mujer se demuestra en la intimidad de la casa, no
ante miradas ajenas. Ella lloraba mucho, pobrecita, y apretaba a tu madre
contra su pecho. Quizás para ti la
distancia no sea tan grande como lo era para nosotros entonces, y nuestra
tristeza te parezca excesiva, pero en 1963 no había aviones tan baratos como
ahora, ni teléfonos en todas las casas. En el pueblo sólo había tres
teléfonos, imagínate. Con esto del
Internet ahora todo resulta más sencillo, dónde va a parar. Pero para nosotros, esos tres mil
kilómetros eran un abismo.
Me subí al tren, con mi maleta de cuero,
regalo de mi padre. Fue lo único que pudo darme, y veinte duros para que buscara un
hostal en París y no tuviera que dormir en la estación. Aún conservo la maleta,
en algún lugar del sobrao, en la casa
del pueblo. Los veinte duros me los gasté en la estación en comprarle a tu madre
unas chucherías y un oso de peluche con la nariz roja. Sí, es el oso que aún
tiene en su cuarto, encima de la almohada. Pues como te decía, hijo, me subí a
aquel tren lleno de gente, en un vagón de tercera clase, con los asientos más
duros que los palos de varear los olivos. Me asomé a la ventana y me despedí de
las dos. Se me partía el alma de verlas allí, en medio del andén, tan solas. Me
despidieron con la mano mientras el tren se alejaba. Sólo entonces me lo
permití. Me fui al espacio entre vagón y vagón, y lloré. No era el único: había
otros muchos, más jóvenes que yo, con los ojos rojos, hipando. No es sencillo alejarse de los seres
queridos. No es fácil encarar una nueva vida uno solo, ¿verdad?
En Alemania me esperaba un paisano, El
Manrique, que había conseguido trabajo allí un año antes. Éramos amigos desde
chicos y me envió una carta ofreciéndome trabajo. Yo no tenía estudios como tú,
Manuel. No tuve esa oportunidad. Desde los ocho años andaba por el campo,
cuidando cerdos por unos pocos reales o ayudando a acarrear higos. Otra cosa
no, hijo, pero trabajador… A trabajador no me gana nadie. Me levantaba con las
chicharras y me acostaba con los grillos. Todo el mundo en el pueblo sabía que
yo trabajaba bien. Además, había aprendido a leer y a escribir unos años antes
en la “mili”. Me enseñó un compañero, por las noches. Nos reuníamos un grupo de
unos siete u ocho y en el barracón, a la luz de una vela, nos enseñó las cuatro
reglas, a leer y a escribir. Cuando
volví al pueblo, me esperaba lo mismo que a mi marcha: trabajar una tierra que
no era mía y esperar un golpe de suerte, que nunca llegaba.
El tren llegó a París. Era de noche y
pronto los bancos de la estación se llenaron de personas como yo que intentaban
dormir unas horas antes de coger el tren que nos llevaría a nuestro destino
definitivo. Me senté en el suelo. Recordaba a tu abuela y a tu madre. No pude
dormir, pero no era el único: algunos jugaban a las cartas, otros simplemente
esperaban en silencio, agarrando sus maletas. Recuerdo que sentí mucha tristeza
al mirar a mi alrededor. Éramos un grupo
de desahuciados y no poseíamos más que nuestra ropa y algunas fotografías.
Compartí un bocadillo con un paisano que tampoco podía dormir. Me mostró fotos
de su mujer y sus tres hijos. Tenía algunos años más que yo, pero nuestras
historias eran muy similares. Hablamos sobre nuestros proyectos y nuestras
familias. Él iba a Suiza, a trabajar en una fábrica de muebles en la que ya
trabajaban dos hermanos suyos. En aquel momento nos llegó la voz de alguien que
cantaba una copla. No recuerdo bien la letra, pero hablaba sobre la nostalgia,
España y el hambre. Toda la sala se quedó callada y estoy seguro de que un
escalofrío nos recorrió a todos. Nuestra
tierra cada vez quedaba más lejos. Creo que en aquel momento tuvimos conciencia
de nuestra condición de emigrantes.
Al amanecer cogí el tren con dirección a
Heidelberg. Me gustaba el paisaje de Alemania. Apenas había salido de mi pueblo
y ver esos bosques que parecían no terminar nunca hizo que me olvidara por un
momento de lo lejos que estaba de casa. Era
un mundo nuevo para mí. Pensé que allí no sabían lo que era pasar hambre,
zurcir una y mil veces el mismo calcetín viejo, helarse de frío por las noches.
Deseé que tu madre llegase a ser algún día como aquellas personas que veía
desde la ventanilla en las estaciones en las que parábamos. Dormí unas horas
hasta que me despertó el pitido del tren y las voces en alemán del revisor. No
entendí nada. Era la primera vez que
escuchaba hablar en alemán y me pareció un idioma muy áspero. No me gustó y me
costó mucho tiempo aprenderlo. En el andén me esperaba El Manrique, que me
llevó hasta la fábrica. Allí me presentó al director. Él hizo de intérprete. Me
explicó en qué consistiría el trabajo, las horas que tendría que trabajar y me
enseñó la fábrica. Era inmensa, hijo, la cosa más grande que he visto en mi
vida. Estaba llena de hornos, máquinas y obreros, cada cual a lo suyo. Me miró
a los ojos y me preguntó que si estaba dispuesto a trabajar duro. Le devolví la
mirada y asentí. Hizo un gesto con la cabeza y le dijo a El Manrique que me
enseñara los barracones. Me llevó por un camino que atravesaba el bosque y me
explicó que allí se trabajaba duro, pero el sueldo era bueno e incluso teníamos
dos días libres a la semana. Llegamos a los barracones, de esos prefabricados,
de color blanco, con una puerta metálica fría como el agua del río del pueblo,
que bajaba de la montaña. Tendría que compartir habitación con tres obreros
más, españoles, como la mayoría de los que trabajaban en la fábrica. Me senté
en el catre, casi tan duro como los asientos del tren, y mis nuevos compañeros
me pusieron al tanto de las normas del barracón. Se limpiaba una vez por
semana, y cada uno tenía que hacer su cama a diario y vaciar su orinal por la
mañana. Se rieron al decirme que no se me ocurriera salir afuera a orinar, o me
pasaría como a uno, que se le heló el culo por la noche. Las temperaturas
llegaban a los 20 grados bajo cero. El
clima me pareció tan hostil como los gritos en alemán del revisor de la
estación.
Trabajaba en dos turnos: de 7 de la
mañana a 3 de la tarde o de 3 de la tarde a 11 de la noche. El trabajo era
agotador: el primer año estuve apaleando el cemento e introduciéndolo en sacos.
Después aprendí el funcionamiento de los hornos y me especialicé. Me hicieron
muchos exámenes, incluso de alemán, aprobándolos todos. Me pagaban muy bien,
Manuel, esa es la verdad. Por eso aguanté tanto tiempo. El calor del horno me destrozaba la piel, pero yo pensaba en tu madre y
en tu abuela y en las cosas que podrían comprar con el dinero que las enviaba
todos los meses. Los sábados por la noche algunos compañeros de la fábrica
iban a un bar cercano, a beber vino, escuchar música y jugar a las cartas.
Algunos se gastaban la paga en vino y llegaban borrachos como cubas a los
barracones, cantando, pero les oía llorar cuando se apagaban las luces. Fui algunas
veces a aquel bar. El ambiente era muy triste. Una vez me emborraché con unos
compañeros, pero me sentí mal. No había viajado a Alemania a beberme el dinero
de mi familia. Mi tiempo libre lo dedicaba a escribirle cartas a tu abuela. Le
hablaba de la fábrica, del frío. Le enviaba fotografías mías, siempre
sonriendo, para que no pensara que estaba triste. Le preguntaba por tu madre,
por cuánto había crecido, si se acordaba de mí. La primera vez que tu abuela me envío una carta, lloré como un
chiquillo. Me contó, con una letra que casi no entendía, que había
aprendido a leer y escribir gracias a unas monjas que daban clase por las
noches en la casa del cura. Me envió tres fotografías que me traje conmigo a la
residencia. Una de tu madre, con un vestido de flores que le compró con el
primer dinero que envié. Otra de tu abuela con mis padres, muy serios los tres.
La última era de una casa. La casa que
había comprado con el dinero que había ido ahorrando. La casa que tú has
visitado tantas veces.
Todo empezaba a tener sentido. Sentía
que el calor del horno, el frío del barracón, las privaciones y la soledad por
fin se me recompensaban. Trabajé más duro que nunca; incluso doblaba el turno.
El trabajo cada vez me resultaba más sencillo y mis jefes me hicieron
responsable de tres hornos. Me aumentaron el sueldo y pude enviar más dinero a
tu abuela. Ese mismo año, 1968, el
quinto desde que llegué a Alemania, pude viajar al pueblo durante un mes.
Compré muchos regalos para tu madre, juguetes y vestidos. A tu abuela le compré
una televisión, para que pudiera ver las novelas que tanto le gustaban. Yo me
compré un traje, el primero que tuve en mi vida. Cuando llegué, me asombré de lo
mucho que había cambiado el pueblo, aunque quizás era yo el que había cambiado.
Vi a tu madre de lejos, jugando en la plaza. Había crecido mucho y tenía el
pelo muy largo. Nunca olvidaré ese momento: me miró y caminó hacia mí con
timidez. Se me partió el alma: mi hija apenas me reconocía. Me dio un beso, me
cogió de la mano y me llevó hasta la casa. Entramos y tu abuela me esperaba,
sentada en el sofá que había comprado unos meses atrás. Nos quedamos de pie, mirándonos. Cinco años era mucho tiempo. Las
abracé a las dos muy fuerte, como si en ese abrazo pudiéramos recuperar los
años separados.
Tras aquel mes, volví a la fábrica. Aún
trabajaría seis años más allí, hasta que pude reunir el dinero suficiente y comprar
dos fincas en el pueblo. Cuando regresé, esta vez para quedarme, y pisé mi
tierra por primera vez… Hijo, cuando uno no tiene nada, cuando te matas a
trabajar una tierra que no es tuya y consigues un terreno sobre el que
construir un futuro, sientes que todo el esfuerzo ha merecido la pena. Allí de pie, pensé en mi abuelo, que se
destrozó la espalda para mantener a seis hijos y en mi padre, que había
soportado las humillaciones de los señoritos del pueblo por un jornal miserable.
Era 1974, y la vida comenzaba a sonreírme. Trabajé la tierra con más fuerza que
nunca. No me importaba levantarme a las seis de la mañana para recoger higos,
regar las tomateras o varear las aceitunas: todo el sudor que vertía en aquella
tierra era para mi familia.
Vivíamos bien. Ahorramos un dinero para
pagarle la universidad a tu madre, que se marchó a Madrid a estudiar con 18
años. Cuando sacó su título de enfermera, no cabía en mí del orgullo que
sentía. Ella no pasaría las privaciones que yo pasé. Tendría un buen trabajo en
la ciudad y podría formar una familia sin el miedo a que sus hijos tuviesen
hambre o frío. Pronto conoció a tu padre y al cabo de unos años, te tuvo a ti.
Recuerdo que el día que te cogí en brazos, sentí una felicidad inmensa. Pensé que tú no conocerías la tristeza del
emigrante, el dolor de dejar una tierra que te niega el futuro. Pero este
país no ha cambiado nada. 1963 y 2012 están más cerca que nunca. Aquel año,
miles de personas emigramos a Europa, huyendo de la pobreza. Hoy, casi
cincuenta años después, tú y otros tantos miles de jóvenes os veis obligados a
lo mismo. Ahora siento que España nunca
dejará de ser un país de emigrantes, incapaz de renovarse y dar un futuro digno
a sus jóvenes.
Hoy, no sé por qué, recuerdo la primera
vez que te enseñé a cavar un surco en el huerto. Tenías cinco años y manejabas
el pico con torpeza, pero te reías mientras abrías la tierra y veías el agua
recorrer la pequeña zanja. El campo no
significaría para ti lo que significó para mí. Sembrar era un juego que
repetías siempre que venías a visitarnos al pueblo. Recuerdo aquellas tardes de
verano, leyendo juntos a la sombra de las higueras los libros que me traías. La
niñez cada vez quedaba más lejos y ya comenzaba a dibujarse el hombre en el que
te has convertido. Recuerdo el día que te graduaste en la Universidad y aquella
navaja que te regalé. La misma navaja que me regaló mi padre cuando tuve a tu
madre. Nuestros mundos están más cerca desde que tienes esa navaja. Aunque tú has nacido en una España muy
diferente a la mía y nuestra juventud está separada por cincuenta años, aunque
tú seas hijo de la tecnología y yo del hambre, sé que hoy sientes las mismas
cosas que yo sentí.
Sé que hoy las distancias son más
cortas, pero en el fondo tu avión y mi tren son la misma cosa. Me llena de pena saber que sentirás la
misma ambivalencia hacia España que yo. Me llena de pena saber que echarás de
menos una tierra en la que no hay sitio para ti y sólo te ofrece precariedad.
Pero hijo, recuerda mi historia, recuerda mi esfuerzo y no te rindas. Cuando
dudes, cuando la nostalgia te gane, coge aquella navaja y piensa que algún día
se la regalarás a tu hijo, que también tú crearás una familia y les darás una
vida digna. Eres el nieto de un emigrante que construyó su propia vida con sus
manos y su sudor. No lo olvides nunca. Ambos somos emigrantes y puede que nunca
dejemos de serlo. No te angusties: los emigrantes estamos construidos de una
pasta distinta y podemos dirigir nuestros pasos por los caminos que nos ofrece
el mundo. La frente alta, Manuel, muy alta. Nos une la tristeza del emigrante, pero también la ilusión de un futuro
mejor. Existe un lugar en el mundo para ti, búscalo.
Te quiere, tu abuelo.
JAVIER NIX CALDERÓN
2 comentarios:
Que pechá llorá me dao
Emociona.
Un tributo a todos los que transitaron el desarraigo.
Siento que ...ningún inmigrante ( en ninguna época) logra echar raíces, encontrar "su lugar en el mundo."Se convierte en un eterno paria compartiendo sus nostalgias en silencio ...
Temazo.
Haydée.
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