Amamos el graffiti porque va unido al ser humano desde el comienzo de nuestra especie. El hombre habitaba en cavernas, y ya decoraba las paredes para conseguir cazas más abundantes o pedir favores a sus arcaicos dioses. Los romanos también lo realizaban. En la base de la pirámide de Gizeh hay inscripciones de soldados romanos en las que se leen los nombres de los integrantes de las legiones que conquistaron Egipto. También lo hicieron los soldados napoleónicos, en esas mismas pirámides, en el siglo XIX. El graffiti representa la pasión del individuo inmerso en la masa por distinguirse del resto.
Amamos el graffiti porque éramos unos niños ansiosos de sentir la adrenalina fluyendo por nuestras venas. La adrenalina es una carrera a oscuras en un laberinto de gritos y uniformes. Nos atrapó desde la primera dosis. Nos atrajo su enorme poder, su efecto sobre nuestros cuerpos. Nos hizo conscientes de estar desafiando un orden constituido por una doble moral: el arte debe estar en los museos, no en las calles. Luchamos, resistimos y nos escapamos entre las dobleces de un sistema estúpido que sueña con hombres lisos. Y vimos la luz.
Amamos el graffiti porque éramos unos niños ansiosos de sentir la adrenalina fluyendo por nuestras venas. La adrenalina es una carrera a oscuras en un laberinto de gritos y uniformes. Nos atrapó desde la primera dosis. Nos atrajo su enorme poder, su efecto sobre nuestros cuerpos. Nos hizo conscientes de estar desafiando un orden constituido por una doble moral: el arte debe estar en los museos, no en las calles. Luchamos, resistimos y nos escapamos entre las dobleces de un sistema estúpido que sueña con hombres lisos. Y vimos la luz.