Si fuera alcalde de Madrid no lloraría por
perder unas Olimpiadas. Antes lloraría cada mañana al leer las cifras de
desempleo en una ciudad azotada por una de las peores crisis económicas que
haya padecido. Lloraría al caminar por Vallecas y observar un barrio destruido
por la falta de futuro. Llamaría a las puertas de las casas para escuchar de
primera mano historias que hablan de desolación, miseria y precariedad.
Acudiría a Villaverde para ver como setenta policías antidisturbios desalojan
de su vivienda a una familia obrera por orden de un banco rescatado con fondos
públicos. Iría a un instituto para observar como los jóvenes son tratados como
ganado estabulado, amontonados en aulas donde un profesor impotente se afana
por cumplir un programa educativo ideado para crear esclavos y no hombres y
mujeres libres. Me llenaría de su dolor hasta hacerlo mío y con ese dolor, con
esa rabia, agitaría las calles hasta que Madrid zumbara como un enjambre de
abejas enfurecidas.
Entraría en el garaje municipal y miraría con estupor las filas de coches de gama alta utilizados por los gobernantes de la ciudad. Los quemaría todos. No los vendería, no: confío en el poder regenerador del fuego. Desalojaría el edificio de la Bolsa y el Banco de España, pero estos no los quemaría; los demolería hasta la última piedra y con los restos mandaría construir un hospital para que ningún ser humano sin papeles, como Alpha Pam, muera de tuberculosis nunca más.
Aprendería bien inglés. Y francés. Y también
portugués. E italiano. Incluso ruso. Entonces le explicaría al mundo algo más
que las supuestas bondades culturales y deportivas de Madrid. No diría que
"nadie celebra la vida como los madrileños", sino que nadie luchó por
la libertad como los madrileños. Le explicaría al mundo que una vez hubo una
ciudad que frenó al fascismo durante tres años, que envió a sus hombres y sus
mujeres a morir a orillas del Manzanares para defender la voluntad de todo un
pueblo y que soportó el hambre con estoicismo. Trataría de resucitar el
espíritu del 36, cambiaría ese verso pseudopoético, “De Madrid al cielo”, por
el “No pasarán” de la Pasionaria.
Me sentaría en mi despacho y leería Luces de Bohemia, de Valle-Inclán. La famosa frase de Max Estrella (“Hay que establecer la guillotina eléctrica en la Puerta del Sol”) dejaría de ser literatura y se convertiría en realidad. Exhortaría al pueblo a arrastrar el mejor aporte de la nación francesa por la Calle Mayor hasta situarlo junto a la Estatua del Oso y el Madroño. Antes de ajusticiar a los enemigos del pueblo, les concedería el privilegio del destierro. No habría piedad para los que se quedaran. La ira de seis millones de personas se abatiría sobre sus cabezas, que serían rebanadas con un corte limpio. Tras esto, llamaría a los miles de madrileños que se vieron abocados a emigrar para construir juntos una nueva ciudad, con futuro y espacio para todos.
Pero esto no ocurrirá. Nunca seré alcalde de Madrid. Es mi mente rabiosa la que escribe esto por las muestras de desánimo que leo en las redes sociales porque Madrid no consiguió imponer su candidatura para los Juegos Olímpicos de 2020. Porque no son unos Juegos Olímpicos lo que Madrid necesita. Eso es una cortina de un humo tan fino que me avergüenzo de los que no quieren mirar a través de ella. Lo que Madrid necesita es cerrar la herida abierta causada por la ofensiva neoliberal, el desempleo y la exclusión social. Lo que Madrid necesita es cerrar esa herida pero, sobre todo, lo que Madrid necesita es abrir los ojos. Abrir los ojos y no cerrarlos ante el drama de los que lo están perdiendo todo.
*El copyright de la última foto es propiedad de Olmo Calvo.
JAVIER NIX CALDERÓN
Es muy cierto todo lo que dices, Javier, y estas "cortinas de humo" desgraciadamente son utilizadas con frecuencia por los políticos, para desviar la atención de los problemas que en verdad preocupan a la población; lo sabemos todos, pero conviene recordarlo en momentos como este y otros similares. Gracias. Un saludo
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