No consigo desprenderme de esta sensación de
irrealidad. Todo ha pasado muy deprisa. Apenas han transcurrido unas horas
desde que llegamos a este hospital, pero siento que llevo aquí dos meses. La
sala de espera en la que me encuentro parece un oasis de calma en mitad de un
desierto de gritos y carreras continuas. A mi alrededor se agolpan decenas de
soldados, pero ninguno me resulta conocido. Cada pocos minutos, aparecen unas
enfermeras que se llevan a cinco o seis de ellos para la unidad de
transfusiones. Falta sangre. Y faltará aún más, porque no dejan de llegar
ambulancias. Me he ofrecido a ayudar, soy especialista en transfusiones
sanguíneas, pero me tiembla tanto el pulso que no habría hecho otra cosa que
estorbar. Me han aconsejado que me siente y descanse un poco. He vuelto a
preguntar por Gerda, pero no me han dicho nada nuevo: “Estamos haciendo todo lo
que podemos”. Sin embargo, el gesto de las enfermeras habla por ellas. Sé lo
que ocurre sin que me lo digan. Está desahuciada. No albergo ninguna esperanza.
En la sala de espera reina un silencio absoluto. Los ojos de los soldados expresan derrota y una profunda decepción.
La situación es de una gravedad extrema. Tras esta derrota, la caída del norte
es inminente. Brunete ha significado el fin para el País Vasco, Asturias y
Cantabria. La República tenía muchas esperanzas puestas en esta ofensiva. Nuestra
única posibilidad era distraer fuerzas del ejército de Franco en el norte
para ganar tiempo, abrir la frontera con
Francia y que entrase el material de guerra que tanto necesitamos. Pero de nada
sirve lamentarse; ya todo está perdido. El contraataque de los nacionales ha
sido feroz. Creo que ninguno esperábamos una respuesta tan contundente en tan
poco tiempo.
Mi batallón ha sufrido unas bajas terribles.
Nos ha tocado la parte más dura de la contraofensiva. Los aviones fascistas
acribillaban nuestras líneas a placer, mientras disparábamos con nuestros
fusiles al cielo cuerpo a tierra, pero era la lucha de David contra Goliath. El
batallón McKenzie-Papineau, el orgullo del antifascismo canadiense, ha dejado
casi de existir. Desconozco cuántos de mis compañeros siguen con vida. Creo que
pocos, muy pocos. En la trinchera se amontonaban los cadáveres de mis
camaradas mientras los aviones rugían sobre nuestras cabezas, arrojando su
carga mortífera. Intenté salvar a los que pude, pero mis conocimientos de
medicina son limitados. Soy el encargado de las transfusiones, no un médico de
primera línea. Casi no tenía vendas, y mucho menos material quirúrgico. Me limitaba
a suministrar morfina a los moribundos y a hacer torniquetes. Cuando el
comandante dio la orden de retirada, la masacre fue casi total. El desorden de
la retirada convirtió el campo de batalla en un inmenso puesto de tiro al blanco.
Gerda no se separó de mi lado durante el
ataque. Cuando salimos de la trinchera, nos refugiamos en un hoyo provocado por
la artillería enemiga. A nuestro alrededor se desataba el infierno. Yo estaba
aterrado y ella, sin embargo, parecía ver el mundo sólo a través del objetivo
de su cámara. Su valentía y su lucidez en medio de aquella vorágine de bombas y
destrucción me dejó atónito: “Ted, hay que mostrarle al mundo lo que está
ocurriendo. Pasarán años y olvidaremos todo, y lo que hemos vivido nos parecerá un
sueño, y será un tiempo del que no convendrá acordarse. Pero algún día estas
fotografías habrán de servir para juzgar la barbarie y la crueldad de unos años
sangrientos. Confía en mí. Con las fotografías que acabo de tomar, Francia y
Gran Bretaña verán por fin que Alemania no está respetando el Pacto de No
Intervención. Esto es oro, Ted. Podemos ganar esta guerra”.
Estuvimos diez eternos minutos en aquel agujero. Le suplicaba
constantemente que saliéramos de allí, pero ella parecía no escucharme. Sólo
logré convencerla de salir cuando terminó todos sus carretes. Sonreía sin
parar, llena de un optimismo que imprimía a sus movimientos una agilidad
felina. Los aviones se habían retirado, pero yo estaba en estado de shock. Sólo
podía fijarme en la espalda de Gerda, corriendo en zigzag, como había aprendido
a hacer en el frente de Aragón. Me llevó hasta un bosque cercano, donde se
sentó para poner en orden sus carretes. Allí, de cuclillas, con la guerrera desabrochada
y el cuello perlado por el sudor, me pareció la mujer más bella que había visto
nunca. Resplandecía entre el humo y el polvo levantado por efecto del
bombardeo. En aquel bosque fui consciente de hasta qué punto la amaba. Estoy seguro
de que ella también se dio cuenta, porque me miró de una forma distinta. Se
puso de pie y cogió mis manos entre las suyas. Sus ojos transmitían esperanza.
En medio de aquel caos, ella fue capaz de mantener la calma y aún más, de
calmarme a mí. Jamás había visto algo igual. Mis camaradas canadienses son
hombres aguerridos, veteranos de guerra, pero Gerda tiene el coraje de un
centenar de hombres. Actuaba casi con temeridad, como si quisiera demostrarse
algo a sí misma. Sé que odiaba ser conocida como la novia de Robert Capa, o
aquel apodo que Hemingway le había puesto, “la pequeña rubia”. Su estatura no
reflejaba el tamaño de su alma. En un mundo de hombres, ella tenía que ser más
valiente que el resto para obtener su respeto. "No me satisface observar los acontecimientos desde un lugar seguro. Prefiero vivir las batallas como las vive un soldado. Es la única forma de acercarse al corazón de las cosas: al corazón de la guerra y al corazón de los hombres".
Observamos una columna de vehículos y carros de combate que se retiraba
por la carretera que salía de Brunete. Era nuestra oportunidad de ponernos a
salvo. La agarré del brazo y corrimos, corrimos como si tuviéramos alas. Ella
se reía, desafiando con el puño a los aviones nacionales en la distancia. Blandía
su cámara mientras gritaba: “!Este es mi fusil! ¡Este es mi fusil, que hoy ha
disparado la verdad! ¡Viva la República!” Tras unos minutos alcanzamos la columna. Los soldados
marchaban a pie con rapidez, intentando seguir el ritmo de los coches, tanques
y ambulancias que avanzaban por los márgenes del camino. Había muchos heridos.
Algunos, los que podían, iban a pie; los más graves iban en coches, sobre
algunos tanques y en las pocas ambulancias que no habían sido destruidas. A cien
metros vimos el coche del general Walter, jefe de las Brigadas Internacionales.
Volvimos a correr hasta alcanzar el coche, mientras Gerda soltaba maldiciones
por no tener carretes disponibles para fotografiar a los heridos.
Lo que pasó a continuación lo recuerdo como si estuviera en una
nebulosa. Walter paró el vehículo y se bajó. Me fulminó con la mirada. Había
desobedecido sus órdenes acerca de la permanencia de Gerda en el frente. Pero… ¿qué
podía hacer? Gerda me suplicó que la llevara conmigo y no pude resistirme.
Sabía que estaría en peligro, pero me prometí a mi mismo que cuidaría de ella y
no le pasaría nada. El general soltó un bufido y nos indicó que subiéramos al
estribo del coche. El coche volvió a arrancar y pudimos ver la cantidad de
muertos que había en las cunetas, víctimas de los ametrallamientos de los
aviones nacionales.
Gerda me miraba por encima del techo del coche, sin hablar. Había perdido
la sonrisa, pero su rostro mantenía la determinación de unos minutos antes. Desde
el interior del coche nos llegaban los lamentos de los heridos que el general
Walter llevaba al hospital de El Escorial. Yo la sonreí, confiando en que
pronto estaríamos a salvo. De repente se alzó un clamor doscientos metros atrás
de donde nos encontrábamos, seguido por el zumbido inconfundible de los aviones
en vuelo rasante. La columna se desorganizó completamente. El coche viró con
brusquedad hacia un lado, tirándome al suelo. En aquel momento perdí de vista a
Gerda. Tuve el tiempo justo para ver como un tanque se salía de la formación,
embistiendo el vehículo por el lateral en el que se encontraba Gerda. Me puse a
cubierto para evitar las balas de los aviones. Pasaron de largo y me levanté. En ese momento, el tiempo se
detuvo y el espacio se redujo al coche medio destrozado del general Walter. Aterrorizado,
la llamé a gritos, pero no me respondió. Una multitud comenzó a rodear el
coche. Me acerqué temiendo lo peor. El general Walter me detuvo. “Hijo, quédate
aquí. El tanque ha atropellado a Gerda. Está muy malherida”. Le aparté y caminé
hacia la multitud. Me metí entre los soldados y la vi. La imagen de su cuerpo tirado en el suelo, con
las piernas destrozadas, me acompañará el resto de mi vida. Estaba consciente,
boqueando como un pez arponeado. Me arrodillé junto a ella y le acaricie el
pelo, su maravilloso pelo cortado a lo garçon. Me miró sin comprender. Me musitó
con un hilo de voz que guardara los carretes. Mientras los enfermeros la subían
a una ambulancia a toda prisa, perdió el conocimiento. Me subí a otro coche y
seguí a la ambulancia hasta aquí.
Cuando llegué, una nube de batas blancas había envuelto a Gerda. La
subieron a toda prisa hacia una habitación de la primera planta. Los médicos que la vieron se mostraron
sorprendidos de que hubiera aguantado el viaje en ambulancia. Me examinaron y
me enviaron a la sala de espera, en la que me encuentro ahora. Estoy aquí
sentado mientras escribo estas líneas, y no entiendo qué me ha llevado a coger
bolígrafo y papel para escribir, pero tengo la necesidad de contar esto
mientras ella viva, como si a través de mis palabras pudiera infundir un poco
de aliento a su cuerpo malherido. Una enfermera acaba de asomarse desde la
habitación, llamando a gritos a los médicos. El final es inminente.
Gerda, no te mueras. Por favor, resiste. Me lo debes a mí, a Robert, a
todos estos hombres que están dando su vida por la libertad. Tienes que vivir,
¿me oyes? ¿Puede tu alma escuchar los gritos de la mía? Aférrate a la vida como
te aferras a tu cámara en las batallas. Si mueres, jamás me lo perdonaré,
Gerda. Esta guerra te necesita, te necesita más que nunca, necesita más flores
como tú que griten entre los fusiles. No te mueras, aunque tu nombre sea ya
inmortal. Está amaneciendo, ¿lo ves? No permitas que este sea el primer día de
mi vida sin ti. No dejes tu juventud en esta tierra que se dirige imparable
hacia el abismo.
Las enfermeras están abandonando tu habitación. Una de ellas me ha
preguntado si quiero despedirme de ti. He negado con la cabeza. No quiero ver
tu cuerpo destrozado. Ésa no eres tú. Tú siempre serás la joven hermosa y
valiente que me ha mirado a los ojos esta tarde en el bosque, ahuyentando el espanto
de la guerra de mi mente, rebosando vida y amor por la libertad. Así te
recordaré: bella, luchadora y pura.
Después de la derrota en Brunete, mi fe en que la República pueda ganar esta guerra se ha esfumado. He visto caer a demasiados amigos bajo el fuego y lo soportaba porque tu presencia junto a mí me daba ánimos, pero ahora que ya no estás, ¿cómo hacer frente a tanto dolor? He aguantado todo este tiempo por ti. Porque te he amado en medio la muerte y mi amor por ti es lo que me ha mantenido con vida. Sé que tengo que vivir para que otros conozcan tu ejemplo, para que el mundo sepa que una vez existió una mujer llamada Gerda Taro, que dejó su vida en el único país que se ha atrevido a desafiar al fascismo. Mi querida Gerda, soñamos con un mundo nuevo, y ahora todo me parece una pesadilla. Pero tu luz iluminó mi vida y sé que también iluminará la de otros. Mientras viva, no permitiré que esa luz se apague. Te amo, Gerda. Te amaré por siempre.
JAVIER NIX CALDERÓN
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