Estoy
mirando por la ventana, fumando un cigarro. Son las cinco de la mañana pero no
puedo dormir. Hace mucho frío aunque apenas lo siento. El silencio de la calle
se ve interrumpido por el ruido de los pocos coches que la atraviesan,
conducidos por hombres solos. Siempre por hombres solos. Las cinco de la mañana
es la hora de los hombres solos. Las farolas iluminan el parque de enfrente de
mi casa, con sus árboles desnudos. El hielo comienza a llenar los cristales de
los coches y ahora sí siento el frío. Tiemblo mientras apuro el cigarro y
expulso el humo, que se alza denso hacia el cielo. Lo observo unos instantes,
girando en espiral, resistiéndose a desaparecer.
Estoy
mirando por la ventana y me pesan las ausencias. Pienso en mi hermano y en sus
catorce años. Mi mente vuela sin querer a aquella noche de febrero, pero sólo
un momento. No me permito recordarlo demasiado, porque ese día habita en mí. Miro
el parque y vuelvo a verle corriendo detrás de un balón, haciendo graffiti bajo
el puente, espantando a los patos, jugando a la peonza. Y también me veo a mí,
gritándole desde la ventana que suba a comer, revolcándonos por la hierba,
enseñándole a utilizar el spray. Nos veo a los dos, allí a lo lejos,
desdibujados entre las sombras de los pinos, arañándole un poco de vida a la
muerte y luchando contra el vacío. Dos guerreros contra la enfermedad. Dos niños
contra el mundo.
Estoy mirando por la ventana y siguen siendo las cinco de la mañana. Parece que siempre son las cinco de la mañana. Es una hora triste, sin energía. La noche está a punto de morir con la primera luz del alba, pero a las cinco de la mañana el cielo está oscuro como si el crepúsculo quisiera extenderse hasta el infinito. Los faros de algunos coches cortan la oscuridad. Los coches de los hombres solos. Fantaseo con sus vidas. ¿Irán a trabajar? ¿Volverán del trabajo? ¿Quizás tienen insomnio, como yo, y lo combaten conduciendo por las calles solitarias? ¿Les esperará alguien en casa? Durante un segundo veo sus rostros inexpresivos en el interior del coche. Algunos fuman. Otros, adormecidos, se frotan los ojos. La mayoría mira hacia delante.
Observo el horizonte. A lo lejos, Madrid, capital del desarraigo, agita sus luces entumecidas por el frío, débiles pero incombustibles. Madrid, minada por la corrupción, el desempleo y la desigualdad. Madrid, ese motor del vicio que se alimenta de los sueños de cinco millones de hombres y mujeres solos. Pienso en mi ciudad, Alcobendas, colonia de la gran urbe, enamorada de su falso brillo, un pueblo que creció demasiado rápido perdiendo su identidad.
Recuerdo
mis años de universidad, la dulce inconsciencia de mis veinte años y los amigos
que perdí por la distancia y la desidia. Pienso en mi yo de aquellos años, que
soñaba con ser escritor, que escribía frases en su mente pero se paralizaba
ante una hoja en blanco. Pienso en el tiempo perdido y en aquella angustia que
sentía entonces y que se ha mantenido intacta. La angustia permanece,
convirtiendo los momentos de felicidad en anécdotas que se extinguen tan rápido
como las ondas provocadas en el agua al tirar una piedra. Enciendo otro
cigarro. Los pocos pájaros que se han atrevido a enfrentar el duro invierno de
Madrid comienzan a despertar. Una hebra de luz se desprende del cielo nocturno.
Todo comienza a emborronarse en mi mente: mi hermano, Madrid, los coches
conducidos por hombres solos, mis años en la universidad.
La madrugada se retira sin hacer ruido. Tiro el cigarro a la calle y echo una última ojeada. Mi barrio se despierta con el sonido de las fábricas del polígono industrial. Mis vecinos de arriba encienden su televisor. La magia de la noche se rompe y me voy a mi cuarto. Me tumbo en la cama y miro al techo. Ya no pienso en nada. Escucho al mundo hablar y me quedo en silencio.
JAVIER NIX CALDERÓN
1 comentario:
Buena publicación. La encontré, de casualidad, una madrugada. Saludos desde Perú. Joss!
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