martes, 14 de agosto de 2012

AMOR A 900 EUROS



Para Rafael Narbona y su perrita Marta, rescatada de un criadero de animales. 

Desde tu jaula de cristal, observas el mundo de fuera. Tu cerebro acusa las veinte horas al día que pasas encerrado entre paredes de metacrilato. La luz artificial ha convertido tus ojos de cachorro en dos lagunas negras. Paso el dedo por delante de ellos, pero tu mirada permanece fija en algún punto del cristal. Quizás miras la cerradura. Quizás piensas en tu madre, una perra utilizada para el lucro. Una perra-objeto, una máquina de hacer dinero, porque tú y todos tus hermanos costáis novecientos euros. Quizás piensas en convertirte en pájaro y volar lejos de este planeta. Quizás no piensas, porque eres un perro, y dicen que los perros no piensan. Pero sé que sientes.


Sientes el dolor de una especie creada para aliviar a los hombres, no para enriquecerlos. Sientes la tristeza infinita del recluso. Tus compañeros de celda corretean por la jaula, con la ansiedad deformando sus movimientos. El cartelito que cuelga sobre el techo indica que sois cariñosos, juguetones, pura dulzura. Te miro, y no consigo ver en ti más que el vacío en tus ojos. Siento tu dolor como si fuera el mío y vergüenza de pertenecer a esta especie. Siento que otra vida se apaga antes de comenzar a brillar. Tus heridas internas son ya demasiado grandes y la desesperanza ha convertido tu rostro en una sombra.

Trato de imaginar el momento de tu nacimiento. Probablemente tú y tus hermanos fuisteis arrancados del lado de vuestra madre a las pocas semanas de vida. Con toda seguridad has nacido en una fábrica para cachorros, uno de esos lugares donde se producen en masa cachorros como si fuesen peluches. Siento náuseas y un deseo irrefrenable de reventar la jaula con un martillo y sacaros a todos de allí. Os llevaría a un prado donde nos revolcaríamos sobre la hierba, retando al viento, bebiéndonos el sol, tratando de alcanzar las nubes. Os lanzaría al aire y os recogería entre mis brazos. No permitiría que volvierais a llorar en las noches sin un corazón que latiera cerca de vuestro pecho.

Os salvaría del destino terrible que os espera a más de la mitad de vosotros. Alguna familia os comprará, pero vuestras carencias afectivas y problemas de socialización harán que os abandonen. Quizás tengáis suerte. Quizás habitéis una casa que le pone precio al amor incondicional. Quizás el capricho de un niño en Navidad se convierta en un afecto sincero y olvidéis pronto aquellos meses en una jaula de un metro cuadrado. Pero la familia que os compre no sabrá lo que yo sé. No sabrá lo que es adoptar a un perro mayor, un animal zarandeado por la vida, un ser asustado y necesitado de cariño. No sabrá lo que es salvar dos vidas. No contribuirá a humanizar el mundo, sino a engrasar la rueda del capitalismo que os ha arrojado a este planeta. Puede que te compren, que superes la soledad y que llegues a amar, pero en tu interior siempre estarás sólo. Te costará olvidar las noches iluminadas únicamente por la luz mortecina de los pasillos del centro comercial. En esa jaula de cristal se quedarán tus primeros meses de vida y, con ellos, tus sueños. Porque los perros sueñan. Sueñan con praderas por las que correr. Sueñan con una mano amiga que les calme cuando tienen miedo. Cuando están enjaulados no sueñan, porque ya viven en su peor pesadilla.


El amor de un perro no tiene precio. Mi perro Dylan, adoptado en una ONG de animales abandonados, me ayudó a superar la muerte de mi hermano con su lealtad y afecto incondicional. Nadie puede ponerle una cifra a un animal que nos fue regalado para ahuyentar la tristeza. Por eso, no compres un perro en una tienda de animales. Adóptalo. Recógelo de la calle. Y si aún así lo compras, amalo como si tu carne fuese la suya, pero nunca olvides que con tu gesto contribuyes a hacer de este un mundo despreciable.

Pequeño cachorro, ojalá pudiera salvarte, pero no puedo. Os compraría a todos. Os salvaría a todos. No arreglaría nada, pero vuestros ojos volverían a brillar y el dolor nos daría una tregua.  Salgo de allí con el corazón agrietado. El dependiente me mira y me dice “hasta luego” con una sonrisa. Jamás lo entenderá.


JAVIER NIX CALDERÓN

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