Para Rafael Narbona y su perrita Marta, rescatada de un criadero de animales.
Desde tu jaula de cristal, observas el mundo de fuera. Tu
cerebro acusa las veinte horas al día que pasas encerrado entre paredes de metacrilato.
La luz artificial ha convertido tus ojos de cachorro en dos lagunas negras. Paso
el dedo por delante de ellos, pero tu mirada permanece fija en algún punto del
cristal. Quizás miras la cerradura. Quizás piensas en tu madre, una perra
utilizada para el lucro. Una perra-objeto, una máquina de hacer dinero, porque
tú y todos tus hermanos costáis novecientos euros. Quizás piensas en
convertirte en pájaro y volar lejos de este planeta. Quizás no piensas, porque
eres un perro, y dicen que los perros no piensan. Pero sé que sientes.
Sientes el dolor de una especie creada para aliviar a los
hombres, no para enriquecerlos. Sientes la tristeza infinita del recluso. Tus compañeros
de celda corretean por la jaula, con la ansiedad deformando sus movimientos. El
cartelito que cuelga sobre el techo indica que sois cariñosos, juguetones, pura
dulzura. Te miro, y no consigo ver en ti más que el vacío en tus ojos. Siento
tu dolor como si fuera el mío y vergüenza de pertenecer a esta especie. Siento
que otra vida se apaga antes de comenzar a brillar. Tus heridas internas son ya
demasiado grandes y la desesperanza ha convertido tu rostro en una sombra.
Trato de imaginar el momento de tu nacimiento. Probablemente
tú y tus hermanos fuisteis arrancados del lado de vuestra madre a las pocas
semanas de vida. Con toda seguridad has nacido en una fábrica para cachorros,
uno de esos lugares donde se producen en masa cachorros como si fuesen peluches.
Siento náuseas y un deseo irrefrenable de reventar la jaula con un martillo y
sacaros a todos de allí. Os llevaría a un prado donde nos revolcaríamos sobre
la hierba, retando al viento, bebiéndonos el sol, tratando de alcanzar las
nubes. Os lanzaría al aire y os recogería entre mis brazos. No permitiría que
volvierais a llorar en las noches sin un corazón que latiera cerca de vuestro
pecho.
Os salvaría del destino terrible que os espera a más de la
mitad de vosotros. Alguna familia os comprará, pero vuestras carencias afectivas
y problemas de socialización harán que os abandonen. Quizás tengáis suerte. Quizás
habitéis una casa que le pone precio al amor incondicional. Quizás el capricho
de un niño en Navidad se convierta en un afecto sincero y olvidéis pronto aquellos
meses en una jaula de un metro cuadrado. Pero la familia que os compre no sabrá
lo que yo sé. No sabrá lo que es adoptar a un perro mayor, un animal zarandeado
por la vida, un ser asustado y necesitado de cariño. No sabrá lo que es salvar
dos vidas. No contribuirá a humanizar el mundo, sino a engrasar la rueda del capitalismo
que os ha arrojado a este planeta. Puede que te compren, que superes la soledad
y que llegues a amar, pero en tu interior siempre estarás sólo. Te costará
olvidar las noches iluminadas únicamente por la luz mortecina de los pasillos
del centro comercial. En esa jaula de cristal se quedarán tus primeros meses de
vida y, con ellos, tus sueños. Porque los perros sueñan. Sueñan con praderas
por las que correr. Sueñan con una mano amiga que les calme cuando tienen miedo.
Cuando están enjaulados no sueñan, porque ya viven en su peor pesadilla.
El amor de un perro no tiene precio. Mi perro Dylan,
adoptado en una ONG de animales abandonados, me ayudó a superar la muerte de mi hermano con
su lealtad y afecto incondicional. Nadie puede ponerle una cifra a un animal
que nos fue regalado para ahuyentar la tristeza. Por eso, no compres un perro
en una tienda de animales. Adóptalo. Recógelo de la calle. Y si aún así lo
compras, amalo como si tu carne fuese la suya, pero nunca olvides que con tu
gesto contribuyes a hacer de este un mundo despreciable.
Pequeño cachorro, ojalá pudiera salvarte, pero no puedo. Os
compraría a todos. Os salvaría a todos. No arreglaría nada, pero vuestros ojos
volverían a brillar y el dolor nos daría una tregua. Salgo de allí con el corazón agrietado. El
dependiente me mira y me dice “hasta luego” con una sonrisa. Jamás lo
entenderá.
JAVIER NIX CALDERÓN
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