No recuerdo qué fue lo que me atrajo
de Jerusalén. Tenía dieciséis años y había caído en mis manos un libro sobre el
conflicto árabe-israelí. Lo leí con voracidad, sorprendido por la historia de
esta región tan convulsa, apenas un pedazo de desierto habitado desde los
comienzos de la civilización. Tres mil años de guerras, conquistas y saqueos que orbitan alrededor de un nombre: Jerusalén, la Ciudad Santa para
las tres religiones monoteístas más practicadas del mundo. Yo quería entender
por qué los hombres se mataban invocando a un Dios que era el mismo nombrado de
tres maneras distintas. Aún no conocía las conexiones económicas y políticas inherentes
a toda religión que impregnaban esa ciudad en mayor medida que ninguna otra.
Pensaba que algo debía poseer esa ciudad que la hacía única, algo más allá de
Jesucristo, las Cruzadas, la Cúpula Dorada, la Iglesia del Santo Sepulcro o el
Muro de las Lamentaciones. A mis dieciséis años, intuí que en la contradicción
que Jerusalén representa se encontraba la respuesta para ordenar el caos de la
existencia humana. Tras recorrer los rincones de la ciudad, ocho años después,
descubrí que Jerusalén no es la respuesta. En todo caso, Jerusalén es otra
pregunta. Quizás la última. La pregunta final.
Con veintitrés años decidí que había
llegado el momento. Me sentía preparado para viajar solo. Mi familia y mis
amigos me avisaban de que era peligroso. Las imágenes de los autobuses
reventados por el efecto de las bombas palestinas habían recorrido el mundo
desde la Segunda Intifada, a comienzos del año 2000, pero lo cierto es que no
sentía miedo. La situación en el 2009 era tranquila. La perspectiva de la
soledad me producía cierta ansiedad, pero me dije a mi mismo que ese viaje era
un reto, una forma de explorar mis límites. Entre ilusionado y temeroso, subí
al avión un 1 de noviembre. Tras llegar a Tel Aviv me monté en una sherut, una
especie de microbús compartido que por unos diez euros me llevó hasta
Jerusalén. Llegué al cabo de una hora. Era de noche y llovía. No había llevado
paraguas, así que me mojé mientras deambulaba por las calles cercanas a la
Puerta de Damasco buscando mi hostal. No me importó demasiado. Me sentía
felizmente ajeno. Yo ya no era yo. Por unos segundos volví a tener dieciséis
años y me vi mirando emocionado las fotografías de los amaneceres sobre el
desierto de Judea. Al cabo de un rato encontré el hostal, regentado por unos
árabes que me llevaron hasta mi habitación. Recuerdo que la inseguridad me
impidió balbucear más que unas palabras de agradecimiento en inglés. Mi
habitación, si así se le puede llamar, era un cuarto sin ventanas, con un aseo
de 1’5 metros cuadrados que reunía en el mismo espacio inodoro, lavabo y ducha.
Me senté en la cama, tiré mi equipaje al suelo y cogí un cuaderno, un bolígrafo
y mi Ipod. Prescindí de la guía de viajes. Quería perderme por las calles de la
Ciudad Vieja de Jerusalén.
Mi hostal estaba situado a pocos
metros de la Puerta de Damasco. Recuerdo que me paré un minuto delante de la
entrada y traté de imaginar al general israelí Mordecay Mur embistiendo la
puerta de madera que cerraba la muralla con su tanque en la guerra de 1967, en
la operación que acabaría con la reconquista de la parte de la ciudad
controlada por la Legión Árabe de Jordania desde 1948. A medida que avanzaba
por la calle principal, sentí la cercanía del Muro de las Lamentaciones. Pensé
que quizás fue la misma sensación que experimentaron los paracaidistas
israelíes que participaron en el ataque aquella mañana de junio de 1967. Cuentan
las crónicas de la batalla que en un momento del ataque, mientras los soldados
israelíes corrían pegados a los muros esquivando las balas de los
francotiradores jordanos, sintieron la presencia del Muro. Se olvidaron de las
balas, de la guerra e incluso de sus vidas y comenzaron una carrera enloquecida
por alcanzar el Muro Occidental, como también se conoce al Muro de las
Lamentaciones. Algunos murieron abatidos por los disparos, pero la mayoría
llegó a la explanada. Un fotógrafo logró inmortalizar el momento en que unos
soldados, apenas adolescentes, llegaban hasta allí, extasiados, enfervorizados,
con los ojos húmedos. Fue una de las primeras imágenes del conflicto
árabe-israelí que vi. Cada vez que la recuerdo, me echo a temblar. En ese
momento, mientras avanzaba por aquella Jerusalén nocturna y vacía, entendí la
carga emocional que encerraba la imagen de los soldados y que estaba igualmente
encerrada en sus estrechas callejuelas y en sus piedras centenarias.
No sabía a dónde me dirigía exactamente.
Me dejé guiar por la intuición. A medida que avanzaba hacia el interior de
Jerusalén aumentaba el número de soldados. Cerca del Muro, la ciudad se
convierte en un fortín. Seis check-points guardan las entradas a la Explanada
del Muro, custodiados por militares, jóvenes que cumplen el servicio militar
obligatorio. Al llegar al arco de seguridad, los soldados me registraron y me
dejaron pasar. Me latía muy fuerte el corazón al bajar las escaleras que daban
acceso a la plaza. Había fantaseado muchas veces con el momento en que vería el
Muro. No me movía la fe. No soy creyente, pero considero que la dimensión
espiritual constituye una parte fundamental del ser humano. Llegué a la plaza,
semivacía a aquellas horas, y lo miré. Me sentí intimidado. Terriblemente
pequeño. Me acerqué hasta las piedras del Muro y las toqué. No sentí nada
especial al hacerlo. Los judíos ortodoxos entonaban la última oración de la noche
y me sentí como un invasor, un ateo en el Reino de Jehová. Apoyé la cabeza
sobre las piedras y cerré los ojos. Pensé en mi hermano Alberto y lloré en
silencio. Lloré, sobre todo, por no poder compartir con él que por fin había
cumplido uno de mis sueños. La emoción me abrumaba, así que me retiré unos
metros de la zona dedicada a la oración. Me fui a un extremo de la plaza y me
senté en el suelo, contra una pared. Un gato se me acercó, interrogándome con
la mirada. Quizás percibió mi tristeza. La soledad me pesaba, pero me había
acostumbrado a ella y había aprendido a llevar su carga con serenidad. La
verdad es que no sentí alegría en ningún momento, ni tuve una epifanía
religiosa. Mis ojos no se llenaron de luz. La fe no vino a mí para arrastrar la
incertidumbre que la muerte instaló en mi alma cuando mi hermano murió. Pero sí
sentí cómo mis límites se expandían un poco más allá. Sentí orgullo por haber
sido capaz de superar mis miedos y haber viajado hasta allí. Saqué mi cuaderno
y me puse escribir. Ya de madrugada, guardé mi cuaderno y volví al hostal.
Dormí apenas unas horas. Aún recuerdo el sueño de aquella noche: llegaba a
Jerusalén, pero Jerusalén era una sombra. Las piedras de sus edificios eran
transparentes y, a medida que recorría sus calles, se desdibujaban sus formas y
terminaban por desvanecerse. Me desperté sobresaltado. El ruido de los pocos
coches que circulaban en la madrugada me tranquilizó. Sólo había sido un sueño.
Jerusalén existía.
Los días siguientes transcurrieron a
toda velocidad. Aunque me planifiqué un itinerario, no quería encorsetar el
tiempo e intenté que cada día trajera su propia aventura. Durante las primeras
jornadas de mi viaje visité Masada, una antigua fortaleza militar judía. Situada
en lo alto de una colina en las inmediaciones del Mar Muerto, fue testigo de la
resistencia de los zelotes, un grupo de judíos ultranacionalistas que lucharon
contra los romanos en la insurrección de Judea en el año 70 d. C, resistiendo un
asedio de dos años por parte de las legiones romanas, lideradas por Lucio
Flavio. Durante ese tiempo, los romanos construyeron una rampa de tierra para
hacer llegar sus torres de asedio hasta las murallas y derribarlas. La historia
cuenta que ante el inminente final, los zelotes eligieron el suicidio. Como la
religión judía prohíbe tajantemente el suicidio, los hombres mataron a sus
familias, eligiendo a diez de ellos para quitar la vida al resto. De estos
diez, eligieron a otro. El elegido ejecutó a sus compañeros, incendiando
después toda la fortaleza, salvo los depósitos de víveres, para demostrar así
que su decisión estaba motivada por la resolución de no rendirse ante los
romanos, y no por desesperación. De esta manera, Masada se convirtió para los
judíos en un símbolo de la resistencia ante el invasor, algo similar a lo que representa Numancia en España. El día que visité la
fortaleza, pude ver como algunos jóvenes
que realizaban el servicio militar hacían el juramento a la bandera de Israel. Pensé que todos los
pueblos buscan en su historia los elementos necesarios para justificar su
propia existencia, aunque tengan que desvirtuarlos. El conocimiento de la
Historia, en muchas ocasiones, es un medio al servicio de los intereses de unos
pocos, y no un fin en sí mismo.
Aquel mismo día fui al mar Muerto. La
Tierra me mostró su cara más inhóspita en un terreno surcado por las grietas y
la ausencia de vida. El mar Muerto, con una concentración de sal cuatro veces
superior a la del mar Mediterráneo, es la extensión de agua salada más baja de
la tierra, a cuatrocientos metros por debajo del nivel del mar. Para llegar
hasta la orilla del mar tuve que caminar casi un kilómetro en un paraje más
parecido a un desierto lunar que a cualquier parte del mundo. Cuando llegué
hasta allí, me sumergí y comprobé que las leyes de la física se hacían añicos
mientras mi cuerpo flotaba debido a la sal. Quise vivir la experiencia que
tantos otros habían vivido, pero no era el turismo de masas el que me había
llevado hasta Israel. Fue la primera y única vez que me sentí como un turista
durante aquellos días. Yo quería viajar sin colocarme el corsé del turismo, ese
arnés de seguridad que todo viajero debe desabrocharse si de verdad se quiere
conocer un lugar. En los días siguientes lo hice, lanzándome a un descenso
vertiginoso por las cavernas de la ciudad más contradictoria que probablemente
existe sobre la Tierra.
Viajar significa andar lo desconocido.
Y es algo que, si se puede, debe hacerse solo. Así lo hice. La mañana siguiente
me levanté, dispuesto a recorrer las diferentes geometrías de Jerusalén. Y digo
diferentes geometrías porque la fisonomía de las casas, de las calles e incluso
de los rostros de sus habitantes, cambia a medida que se avanza por sus barrios.
La Ciudad Vieja, rodeada por la muralla
construida por el Imperio Otomano en el siglo XVII, está constituida por cuatro
barrios: el musulmán, el cristiano, el armenio y el judío. Separados apenas por
unas calles, cada uno de estos es un mundo distinto. Los recorrí todos durante
días, perdiéndome en sus callejuelas, casi laberintos. El bullicio de los
barrios musulmán, cristiano y judío contrasta con la quietud del armenio. El
barrio armenio es el más pequeño de los que componen Jerusalén, y también mi
preferido. Fue poblado por la primera comunidad cristiana que habitó Jerusalén,
en el siglo IV d.C. Superviviente de innumerables persecuciones e invasiones,
el pueblo armenio no olvida. Pude ver los cárteles que hacían referencia al
genocidio armenio llevado a cabo por los turcos durante la Primera Guerra Mundial.
En ellos aparecían fotografías de
hombres y mujeres decapitados y de las deportaciones masivas, que
devinieron en auténticas “Marchas de la Muerte”, en las que perdieron la vida
más de un millón de armenios. No conocía el genocidio armenio, eficazmente
silenciado en los libros de Historia, antecedente inmediato del genocidio judío
realizado por los nazis. Aún resuenan en mi memoria las palabras de Hitler
(“¿Quién se acuerda hoy de los armenios?”) que leí en un libro sobre el tema,
pronunciadas dos años antes de idear la
Solución Final en la Conferencia de Wannsee. El barrio armenio parece recoger
ese dolor. El silencio de sus calles, apenas roto por el sonido de los pasos de
los pocos visitantes que se adentran en él, invita al recogimiento y a la introspección.
Cuando quería huir de las hordas de turistas que invadían Jerusalén a primera
hora de la tarde, siempre me dirigía al barrio armenio. Me sentaba allí durante
horas mientras escuchaba los cantos de la liturgia ortodoxa armenia que
provenían de las iglesias del barrio. Para mí, el barrio armenio representa la
Jerusalén más pura e intangible. Si Dios existe, debe estar más cerca de la
humildad de sus calles que de la pomposidad de los Santos Lugares del barrio cristiano.
El barrio judío, por el contrario,
simboliza el poderío israelí, renovado desde la reconquista de la Ciudad Vieja
en 1967. Galerías de arte se mezclan con tiendas de delicatesen y restaurantes
decorados con un gusto (o quizás debería decir mal gusto) próximo a lo kitsch.
Sus calles son, con diferencia, las más limpias de toda la Ciudad Vieja. Me
gustaba pasear por allí, pero me parecía que el barrio judío estaba más
orientado al turista que deseaba gastar sus dólares que al viajero que quería
descubrir los secretos de Jerusalén. A medida que uno se adentra en el interior
del barrio, descubre la Jerusalén de las sinagogas y las yeshivas (centros para
el estudio de la Toráh, el libro sagrado del judaísmo), mientras las calles
pierden el relumbre del oro de las tiendas de lujo de las avenidas principales.
La primera vez que escuché los cánticos y oraciones que provenían de las
yeshivas, pensé que Jerusalén se conocía antes por el oído que por la vista. En
aquel caos religioso, donde los lugares santos de las tres religiones más
practicadas del mundo se encuentran situados a escasos cien metros unos de
otros, es importante afinar el oído para reconocer los límites de la fe.
Me pasó algo realmente curioso
relacionado con esto al quinto día de mi estancia en Jerusalén. En las guías de
viajes, diseñadas para un turista medio, no hacen referencia a ello, pero yo lo
conocí de casualidad al encontrarme con un fotógrafo vasco que viajaba por el
mundo retratando ciudades en conflicto. Había visitado Belfast y Nicosia, y su
tour finalizaba en Jerusalén. Me habló de “The Roof Top”, unas calles que
discurren por los tejados del barrio musulmán de Jerusalén y que son
transitadas únicamente por judíos. Puede parecer extraño, pero en Jerusalén el
equilibrio entre los pueblos que la habitan es tan precario como el recorrido
de un funambulista por un cable sobre un precipicio. La historia es la
siguiente: Durante los años 70 y 80, muchos árabes, acuciados por las deudas y
el acoso económico que el gobierno israelí practicó contra ellos, se vieron en
la necesidad de vender sus propiedades a familias judías adineradas. Estas
familias convirtieron las viviendas en pequeñas islas judías dentro del barrio
árabe. La mayoría son yeshivas, y dado que están situadas en territorio hostil,
el acceso a las mismas se realiza por escaleras desde las calles del barrio
judío. Subimos unas escaleras sucias y oscuras, y cuando llegamos a la azotea,
no di crédito a lo que veía. Decenas de judíos ultraortodoxos caminaban por los
tejados de los edificios, acondicionados, eso sí, para el tránsito. Con los
ojos abiertos de par en par, comenzamos a andar por los tejados. Las vistas
eran impresionantes. A medida que avanzábamos escuchamos un bullicio creciente.
Estábamos caminando justo encima de los bazares del barrio árabe. Apenas podía
creerlo, pero nadie a mí alrededor parecía darle importancia. Lo insólito en
Jerusalén no es una anécdota, sino algo habitual. Al final de aquella “calle”,
había una garita de seguridad con un guardia armado. Un judío “haredim” (como
también se conoce a los judíos ultraortodoxos), nos adelantó montado en su
bicicleta. Justo en aquel momento, algo llamó la atención del fotógrafo a la
derecha. Sacó la cámara, apuntó y disparó. Tuve el tiempo justo de ver lo que
había fotografiado: un joven “haredim” caminaba por una cornisa, manteniendo el
equilibrio con los brazos extendidos mientras al fondo se recortaba la Cúpula
Dorada, aún más dorada bajo la luz del sol. No se me ocurre una imagen mejor
para describir la esencia de Jerusalén.
El barrio cristiano, en la actualidad,
sólo tiene de cristiano el nombre. Está poblado en su inmensa mayoría por
musulmanes. La presencia de cristianos se reduce a los frailes dominicos,
agustinos y franciscanos que viven en los monasterios e iglesias del barrio,
como la del Santo Sepulcro, de la que hablaré después. De los cuatro, es el
menos cuidado, quizás por ser el más deshabitado. Me costaba aceptar que el
paisaje urbano podía cambiar en apenas unas decenas de metros. De la calma de
las calles del barrio armenio pasaba a la suciedad y tristeza que emanaba de
las casas abandonadas, con la basura acumulándose en las esquinas de sus calles. No tenía nada atractivo para la vista ni el oído: la vida
efervescente del barrio musulmán quedaba muy lejos de allí, a pesar de estar a
escasos 50 metros. El barrio musulmán, sin embargo, no deja indiferente. Por él
discurre la Vía Dolorosa, que lo cruza y continúa en el barrio cristiano, el
camino que supuestamente realizó Jesucristo con la cruz a cuestas hasta el
Gólgota. Digo supuestamente porque es imposible que este sea el recorrido
histórico. Jerusalén fue arrasada completamente cinco veces y parcialmente
catorce tras la muerte de Jesús. De hecho, tras la victoria romana en la guerra
del año 70 d.C., Jerusalén dejó nominalmente de existir. Sobre las ruinas de la
ciudad se edificó Aelia Capitolina, con un trazado en cuadrícula propio de los
campamentos romanos que a día de hoy aún se mantiene. No es mi intención
insultar la fe de los creyentes, pero es una evidencia histórica que la
Jerusalén de los tiempos de Jesús se encuentra enterrada a más de setenta
metros de profundidad. En Jerusalén, todo es una cuestión de fe, hasta la
Historia.
En medio del barrio cristiano se
encuentra la iglesia del Santo Sepulcro. Construida en el siglo IV d.C., se
dice que está edificada sobre el lugar exacto en el que Jesús fue crucificado.
Esto tampoco es cierto. Los estudios modernos de topografía indican que el
Gólgota o lugar del calvario se encuentra situado a las afueras de la ciudad,
en lo que hoy sería la Jerusalén extramuros. Pero en Jerusalén la verdad es relativa
y mucho menos importante que la tradición. Cuando llegué a la plaza que da
acceso a la iglesia, me sorprendí de su pequeño tamaño. Las puertas de entrada
también son mucho menos espectaculares de lo que cabría esperar, tratándose del
lugar que se trata. No en vano, la iglesia del Santo Sepulcro está considerado
el lugar más santo de la Cristiandad. Nada más entrar, uno se da cuenta de qué
va todo. Una piedra ungida de aceites aromáticos se encuentra situada a dos
metros de la puerta. Es la supuesta lápida en la que se embalsamó a Jesús.
Decenas de fieles se arrodillan luchando por acariciarla y santiguarse. Me
pareció muy sospechosa tan estratégica ubicación. Pero eso no era todo. El
lugar exacto en el que murió Jesús se encuentra en el centro de la nave
principal de la iglesia. Un altar ricamente decorado se erige allí, con las
preceptivas urnas para donativos que uno no deja de encontrarse por todas
partes. Los altares secundarios también se suceden por toda la Iglesia. Las
tres ramas más importantes del cristianismo, armenios, griegos ortodoxos y
católicos romanos, se reparten los diferentes altares, en los que recogen
suculentos donativos. La lucha por las donaciones es tan fuerte entre las
Iglesias, que en más de una ocasión se han producido auténticas batallas
campales entre monjes por la usurpación de un altar. Me imaginé a los franciscanos peleando con
armenios y griegos, y tuve que reprimir una carcajada. De hecho, tras estas
peleas, las distintas confesiones acordaron que cada noche un miembro de su
congregación se encerraría en la iglesia con el objetivo de vigilar a los
demás. Así es la religión en Jerusalén: una contradicción flagrante llena de
intereses monetarios enmascarados por la fe. La cosa no acaba ahí. Como la
puerta debe cerrarse con llave desde fuera, un palestino acude con una escalera
cada noche para cerrarla. Es el conocido como “Guardián de la llave”, y su
familia la custodia desde hace más de mil años. Cierra la puerta con llave e
introduce la escalera por una portezuela en el interior de la iglesia. Esto
puede resultar extraño, pero tiene su lógica: si la llave la tiene un musulmán,
una persona neutra y ajena al cristianismo, no puede haber disputas ni tratos
de favor hacia las distintas confesiones. Ese simple hecho dice mucho del
equilibrio precario de la Jerusalén actual.
La iglesia del Santo Sepulcro me
pareció un parque temático de la fe en el que los fieles oyen
lo que quieren oír y ven lo que desean ver. Sin embargo, si uno se aleja de las
naves principales de la iglesia, aún es posible percibir algo de
espiritualidad. En mi caso, caminando por una de sus galerías, encontré una
procesión de franciscanos. Formando dos filas, los monjes y los fieles que los
seguían portaban velas y se paraban ante cada estación del Via Crucis,
entonando oraciones. La potencia de sus voces y los cánticos en latín me hicieron
evadirme de la realidad por unos minutos. Les seguí a cierta distancia, pero
pronto me desencanté al comprobar cómo algunos de los monjes franciscanos que
iban más atrasados manipulaban sus teléfonos móviles. Me alejé de la procesión
y exploré algunos de los pasadizos más escondidos de la iglesia, pero sólo
encontré basura y pintadas en las paredes. Me fui de allí más desengañado de lo
que entré. Decidí que buscaría la espiritualidad lejos de las grandes iglesias.
Al fin y al cabo, como todo símbolo de poder, están diseñadas para vender una
imagen. Y la imagen que transmitía el Santo Sepulcro era de decadencia. De una
profunda decadencia moral.
En los días siguientes visité San Juan
de Acre, la ciudad de los cruzados por excelencia. Lo único destacable fue el
viaje en autobús. No se conoce un país hasta que se viaja en un autobús de
línea. Compartí asiento con soldados, judíos ultraortodoxos y árabes israelíes.
Lejos de lo que pueda pensarse, las diferentes religiones y etnias coexisten en
una aparente calma. Israel, al fin y al cabo, es un país con apenas sesenta
años de historia y se construyó gracias a la inmigración. Existe una gran
diversidad de culturas y de razas, aunque no es difícil apreciar que también
hay racismo en la sociedad israelí. Los judíos askenazíes, de origen europeo,
siguen constituyendo la élite. Los sefardíes, originarios del norte de África
les siguen y en último lugar están los árabes israelíes, auténticos ciudadanos
de segunda, apartados de las estructuras de poder y condenados a los trabajos
menos remunerados y valorados. En la estación de autobuses de Jaffa pude verlo.
Todos los trabajadores de las tiendas y de las empresas de limpieza tenían unos
inequívocos rasgos árabes.
Acre aún posee un aura medieval,
aunque en el centro de la ciudad se advierte la decadencia que acompañó al descenso
del turismo en la década de los noventa. Los edificios templarios están bien
conservados. Sin embargo, lo mejor de Acre no son las estructuras que los
Cruzados levantaron. Lo más bello de Acre es el mar Mediterráneo rompiendo
contra las murallas mientras un sol rojizo y gigantesco se hunde en el
horizonte. Me detuve durante unos minutos contemplando la puesta de sol. Cuando
anocheció, volví a Jerusalén. Aquella noche, al regresar a mi hostal, decidí
caminar por las calles de la Nueva Jerusalén. Es una ciudad como casi todas, de
corte más europeo que oriental, trazada en cuadrícula, con poco o ningún
atractivo visual. Los centros comerciales abundan, así como los edificios de
apartamentos. Sin embargo, es interesante observar la Ciudad Vieja desde los
nuevos barrios de Jerusalén. En la distancia, las murallas otomanas se recortan
sobre un fondo iluminado por los Santos Lugares. La Jerusalén Eterna opone su
espíritu a la Jerusalén Efímera. Mi paseo duró poco. Decidí volver al Muro de
las Lamentaciones para observarlo de noche. Era la una de la mañana y estaba
vacío. La mística del lugar llega a su cenit de madrugada. Me senté y medité
durante unos minutos. Pensé en que al día siguiente me esperaba una jornada
dura y opté por volver al hostal. Al atravesar las calles desiertas del barrio
musulmán, sentí que Jerusalén tenía voz propia, más allá de las oraciones y los
rezos: una voz que no cesa de preguntar por qué. Por qué tantas muertes, odios
y dolor. Las piedras parecían gritar a través del eco de tres mil años. Cuando
la Humanidad calla en Jerusalén, la ciudad habla.
Me quedaban apenas tres días en
Jerusalén y aún tenía muchos lugares por conocer. La mañana de mi octavo día me
encaminé hacia Mea Shearim, el barrio de los judíos ultraortodoxos. Si hay un
sitio que merece la pena visitar fuera de la Ciudad Vieja de Jerusalén, es este. En las guías sobre
Jerusalén se aconseja al turista que se abstenga de visitarlo, y sí lo hace,
que tome precauciones. Los haredim no se distinguen por su hospitalidad
precisamente. Mea Shearim significa en hebreo “Cien Puertas”, y hace referencia
al pasaje de la Toráh que se leía en las sinagogas de Jerusalén en el momento
de la fundación del barrio, en el siglo XVIII. Visitarlo es transportarse
doscientos años atrás en el tiempo. Los hombres y mujeres que lo habitan visten
al estilo yiddish, con grandes gorros y sombreros de ala ancha que evocan su
origen polaco, ucraniano y ruso. Nada más entrar me encontré con varios
carteles, en los que estaban escritos en inglés y hebreo las normas de
vestimenta para visitar el barrio. Las mujeres no podían entrar con faldas,
pantalones ajustados o camisetas de manga corta. La exigencia era algo menor
con los hombres, que tenían vetada la entrada con pantalones cortos. Si a
alguien se le ocurriera desobedecer estos “amables” consejos, se expone a ser
insultado e incluso apedreado. Los ultraortodoxos de Mea Shearim no ocultan su
antipatía por los visitantes. Al intentar realizar fotografías de algunas de
las personas que allí vivían, la reacción era siempre la misma: al verme, se
cubrían la cara con su sombrero y pasaban por mi lado sin dirigirme la mirada.
Mea Shearim me pareció un barrio
triste y lóbrego. En mi paseo vi a varios niños jugando en patios en penumbra, con
el pelo rapado y los habituales tirabuzones que les colgaban a ambos lados de
la cabeza. Alguno de ellos me miró y percibí en sus ojos la tristeza del niño
que se ha convertido en hombre antes de tiempo. Por mi lado pasaban familias
superlativas, de seis, siete, ocho miembros. La mujer caminaba detrás de su
marido, mientras los niños lo hacían junto a su
padre. Lo más triste de Mea Shearim, sin embargo, no se encuentra en la mirada
de los niños, sino en la sumisión de las mujeres. Su pelo está cubierto por un
pañuelo, porque para los ultraortodoxos el cabello de la mujer es una
invitación al pecado y no pueden mostrarlo en público. Algunas mujeres, para
vestir con más “libertad”, se rapan el pelo al cero y se colocan una peluca. Al
no ser su pelo el que muestran, pueden prescindir del pañuelo. Hay algo
perverso en esta lógica que recuerda al Medievo más profundo. Cuando abandoné las
calles de Mea Shearim, tuve la sensación de haber estado en algún ghetto de
Europa oriental.
Antes de comer, decidí visitar un
lugar aún más pintoresco que Mea Shearim. Jerusalén está llena de puertas que
dan acceso a siglos pasados e incluso a otras partes de la Tierra. No es una
exageración. A la derecha de la Vía Dolorosa, subiendo unas escaleras, me topé
con un lugar que apenas aparece en las guías de turismo. A través de una pequeña puerta, entré de
golpe en el África Negra. En Etiopía para ser exactos. Tras aquella puerta se
encuentra el Barrio Etíope de Jerusalén, habitado por una pequeña comunidad de
cristianos coptos. Constituido por apenas una veintena de casas de adobe y
sesenta personas, está edificado, ni más ni menos, justo encima del tejado del
Santo Sepulcro. Puede parecer increíble, pero así es. Jerusalén no es sólo un
rompecabezas religioso; también es un rompecabezas urbanístico. Los etíopes que
allí viven estaban sentados en las puertas de sus casas, tomando el sol en un
silencio casi reverencial. Todo recuerda a África: los colores y estructuras de
las casas, los olores que provienen de sus cocinas… incluso las
gallinas de los corrales parecen conscientes del silencio que las rodea y mantienen su cacareo en un tono de murmullo. Los etíopes observaban a los
turistas con esa calma tranquila del que vive más cerca de Dios que de los hombres.
No en vano están, y nunca mejor dicho, rozando el techo del Cielo cristiano.
Estuve en el barrio etíope cerca de
una hora. El sol comenzaba a declinar, así que me apresure a conocer la
Basílica de San Pedro de Gallicantu, situada extramuros de la Ciudad Vieja, sobre
una colina que domina los barrios que componen la Jerusalén palestina. Es una
iglesia preciosa, restaurada el siglo pasado, que aún conserva reminiscencias
bizantinas en sus coloridas vidrieras. Unas monjas muy simpáticas la custodian,
o más bien custodian la inmensa tienda de regalos que se encuentra situada a
muy pocos metros. Supuestamente, la iglesia ocupa el lugar en el que Caifás, el
sumo sacerdote judío que condenó a Jesucristo a morir en la cruz, tenía su
residencia. En el episodio bíblico que relata la Pasión de Cristo, se cuenta que
fue allí donde tuvieron retenido a Jesús la noche antes de su crucifixión. Esa noche,
Jesús advirtió al apóstol Pedro que negaría conocerle tres veces antes de que
cantara el gallo. La propia palabra Gallicantu es una contracción de la
expresión “Canto del Gallo” en latín. La tradición cristiana también explica
que allí se realizó la Última Cena. Vamos, que el lugar va bien servido de
simbolismo religioso.
Este es un buen momento para hablar
sobre el síndrome de Jerusalén. En seguida se comprenderá por qué he decidido
hablar aquí sobre este aspecto y no antes. El síndrome de Jerusalén es una
enfermedad psíquica que afecta a los turistas, cristianos y judíos sobre todo,
que visitan Jerusalén. Se manifiesta a través de una psicosis acompañada de
delirios en los que los afectados se identifican con figuras de la tradición
bíblica como Moisés, el Rey David, San Juan Bautista o incluso Jesucristo,
hasta el extremo de creer que son esas personas. Los afectados por el síndrome
sienten como una fuerza superior les empuja a propagar el mensaje bíblico. En términos
más comunes, diré que el síndrome de Jerusalén es una quiebra del sentido común
ante la sobrecarga espiritual que flota en el ambiente. No es poca cosa. Es un
problema realmente serio en Jerusalén. De hecho, toda un ala del hospital de
Ein Karen de Jerusalén está especializada en tratar este tipo de trastorno. Uno
se sorprende al comprobar cuántas personas han padecido este síndrome: desde
primeros ministros británicos, pasando por seleccionadores de combinados
nacionales de fútbol, artistas… nadie está a salvo. Generalmente, las personas
que presentan el síndrome poseen algunos rasgos previos que hacen posible la
aparición de este tipo de psicosis religiosa.
En mi caso, el contacto con el
síndrome se produjo esa tarde en San Pedro de Gallicantu. Al bajar las
escaleras de piedra que dan acceso a la iglesia, en el patio frontal de la
misma, me encontré con un grupo de turistas afroamericanos que permanecían en
silencio ante un grabado en el que estaba representada la flagelación de Jesucristo.
Un guía les explicaba en inglés lo que allí había ocurrido. Me abrí paso entre
ellos discretamente y me situé al final de las escaleras. Cerca de mí estaba un
miembro del grupo, al que pregunté de dónde eran. Me contestó que de Carolina
del Sur, Estados Unidos. En ese momento, el guía finalizó su explicación, y las
mujeres del grupo comenzaron a gritar “Oh Jesus, thanks Jesus!”, mientras
lloraban y acariciaban el grabado de la pared. Alzaban sus brazos al cielo y se
abrazaban. Los hombres enterraban la cara entre las manos y lloraban entre
hipos. De repente, una mujer se separó del grupo y se desmayó. Cayó a plomo sobre
el suelo mientras los demás gritaban “Aleluya, Aleluya, Aleluya Jesus!”. Hice varias
fotografías; incluso grabé un vídeo. No pensé que fuera a encontrarme con algo
así. El síndrome de Jerusalén tiene varios grados y me resultó evidente que
aquel grupo de peregrinos estaba superado por la religiosidad del ambiente.
Bajé otro tramo de escaleras hasta
llegar a lo que se considera el Cenáculo, el sitio en el que se realizó la
Última Cena. Allí vi a otro grupo de cinco personas en círculo que mantenían un
silencio sepulcral. Me alejé un poco y les observé. Pasaron dos minutos, cinco,
diez. A los veinte minutos seguían en la misma posición, con los brazos
cruzados y mirando al suelo. Me aburrí antes que ellos y entré en la iglesia,
por la zona de las catacumbas en las que supuestamente estuvo Jesús prisionero.
Había algunos carteles que contaban el episodio bíblico. Los leí, toqué las
piedras y me di cuenta de que poco más podía hacer allí. Visité la iglesia, y
después de admirar las vidrieras, me fui. A mi llegada, había visto un mirador
a la derecha de la iglesia y pensé que sería un buen lugar desde el que
observar el atardecer, que estaba a punto de producirse.
Yo no tuve ningún síntoma del síndrome
de Jerusalén, pero en aquel mirador, situado justo encima de los suburbios
palestinos de los valles de Josafat y Kidrón, experimenté una sensación que
hoy, cuatro años después, considero casi mística. Me apoyé sobre la barandilla
del mirador, y en el mismo instante en que el sol se puso en el horizonte, los
minaretes de las mezquitas entonaron la llamada a la oración de la tarde. El
aire se llenó con los cantos de “Allah Akbar”, repetidos como una letanía,
mientras las casas comenzaban a encender sus luces. En ese momento, descubrí
que el sonido puede tener el tacto de la piel y que la voz humana puede
convertirse en una presencia casi física. Me quedé estático durante lo que me
pareció una eternidad. Cuando los minaretes callaron, abandoné el lugar con una
profunda sensación de irrealidad. En ese momento, sentí la necesidad de
observar Jerusalén desde la distancia. Me dirigí al Monte de los Olivos.
Al llegar, la noche ya era completa y no
había nadie allí. Me senté en un banco y observé Jerusalén a lo lejos. Las
iglesias cristianas comenzaron a repicar sus campanas. Pensé
en el significado de la palabra Jerusalén, “Ciudad de la Paz”. Sentí la paz en
aquel instante. Los sonidos de las campanas cristianas y los almuecines
musulmanes, lejos de estorbarse, se concertaron para enseñarme que la
coexistencia de los opuestos no sólo es posible, sino que además es necesaria.
Esa noche no pude conciliar el sueño.
Estuve despierto toda la noche, tomando té en el salón del hostal, observando
Jerusalén por la ventana mientras el gato de los dueños jugaba tumbado en mi
regazo. Sentí una profunda nostalgia a pesar de seguir allí. Mi tiempo en
Jerusalén se agotaba. Apenas me quedaba un día en la ciudad. A las seis de la
mañana me levanté y me dirigí a la Explanada de las Mezquitas, que sólo está
abierta al público durante las primeras horas de la mañana. La Cúpula Dorada
ocupaba majestuosa el centro de la explanada, rodeada por árboles y bancos. Algunas
personas paseaban; otras se dirigían a realizar el primer rezo de la mañana a
la Mezquita de Al Aqsa, situada muy cerca. La algarabía de los Santos Lugares
cristianos y judíos contrastaba con la quietud de los musulmanes. La vida
discurría a otra velocidad allí. Me acerqué hasta el extremo norte de la explanada,
en el lugar que ocupa la muralla. Desde allí se observaba el Valle de Josafat,
en el que según la Biblia tendrá lugar el Juicio Final. Todo en Jerusalén es
bíblico, histórico o ambas cosas. Pero también hay espacio para la belleza en
Jerusalén. La Cúpula Dorada, irradiando la luz de la mañana en todas
direcciones, es, sin duda, el lugar más hermoso de todos los que tuve ocasión
de visitar.
El resto del día lo empleé en vagar
sin rumbo por la ciudad. Me perdí entre sus calles durante horas, visitando los
mismos lugares que ya había visitado. Caminé por “the ramp walk”, el camino que
circunda las murallas. Me colé sin pagar entrada y cuando uno de los revisores
del recorrido me pidió que le mostrara mi ticket, me disculpé diciendo que no
tenía y que era mi último día allí. Me sonrío y me dejó marchar. Recorrí por
las calles del barrio musulmán bajo un sol extrañamente cálido para ser
noviembre. Apenas comí aquel día. No tenía hambre. Ni siquiera sed. Caminé en
sus calles para llenarme de Jerusalén porque no sabía cuándo podría volver. Aquel
último paseo fue mi manera de despedirme de la ciudad. No había conseguido respuestas
a las preguntas que me llevaron a Jerusalén. En vez de eso, tenía aún más
preguntas que a mi llegada. Le estaré eternamente agradecido a Jerusalén por
aquellos diez días: comprendí que lo importante no es encontrar respuestas a
las preguntas, sino conseguir hacerse las preguntas adecuadas.
Por la noche, cogí un autobús que me
llevó hasta Tel Aviv. En el aeropuerto, tras sortear una huelga de pilotos de
Iberia y sobrevivir a los terribles controles de seguridad, monté en el avión
con destino a Madrid. Cuando despegamos, miré por última vez las luces de Tel Aviv
y sonreí. Había cumplido uno de mis sueños. La felicidad que experimenté en
aquel instante me acompaña hasta el día de hoy.
Como dije antes, no conseguí
responderme a ninguna de las preguntas que me habían llevado hasta allí. Volví a
España con dudas de las que aún no he logrado desprenderme, pero también lleno
de certezas. En aquellos diez días, aprendí que lo diferente no nos aniquila.
Lo diferente nos fortalece. Que Jerusalén es la suma de todas las almas, de
todos los credos, de todos los anhelos de trascendencia. Aprendí, sobre todo,
que la paz es posible. Ese es el grito de Jerusalén: paz. Desde su nombre, la Ciudad de la Paz pide paz. Me resisto a caer en el pesimismo. Creo que algún
día el ser humano abandonará las trincheras de la fe y caminará al encuentro
del Otro. Que Dios no es otra cosa que Paz. Sé que la paz es posible: yo la
sentí mientras los cantos de los minaretes y el repique de las campanas de las
iglesias se perdían en mi interior.
JAVIER
NIX CALDERON
Precioso, me encanta, con tu permiso lo integro en mi blog, apuntando enlace, pues estaba buscando datos sobre lo que tú tan acertadamente describes
ResponderEliminarEnhorabuena. Tu relato está mejor construido que la propia ciudad de Jerusalén, y llegas a un conclusión muy bella: Lo diferente nos fortalece
ResponderEliminarMe ha encantado la mezcla historia con la manera de expresar tus emociones combianda con la cruda reañidad de esta ciuda que refleja la locura dereligiones sin sentido
ResponderEliminarMuchísimas gracias Flor de Invierno, DOVASA y Sandra. Palabras de aliento como las vuestras son las que me animan a seguir hacia delante. Os agradecería que os hicierais seguidores del blog, para así poder llegar a más personas. Un abrazo.
ResponderEliminarPor supuesto que puedes integrarlo en tu blog Flor de Invierno. Las palabras son de todos. Un abrazo.
ResponderEliminarEnhorabuena por tu relato..
ResponderEliminarMuy bonito. Cada vez me gusta más como escribes.
Muchas gracias papá, por apreciarlo y por leerlo.
ResponderEliminarme parece una historia muy bien redactada y muy interesante a pesar de que tenga 14 años pero igualmente me parece muy bonita, sigue asi
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