Ruperto
era un renacuajo que vivía en una charca muy pequeña bañada por el sol, con sus
padres y sus cinco hermanos. La familia de Ruperto era muy pobre, pero no
siempre fue así. Sus padres le contaban
historias sobre tiempos mejores, en los que la charca era mucho más
grande y el agua más limpia. El hogar de Ruperto era un charquito de agua turbia en el que escaseaba la comida. Las ranas más viejas del lugar se
reunían todas las noches, a la luz de la luna, y croaban tristes mientras
recordaban la charca que conocieron, en la que los nenúfares abundaban y había
sitio para todos. Las pequeñas plantas acuáticas florecían por toda la
superficie de la charca, ofreciendo sus hojas a las ranas, que se tumbaban
sobre ellas y calentaban sus cuerpos bajo el sol del mediodía. “Eso fue antes
de que llegaran los sapos”, decían las ranas ancianas. “Los sapos aparecieron
un día en la charca y nos dijeron que habíamos vivido por encima de nuestras
posibilidades. Lo primero que hicieron fue privatizar las semillas de los
nenúfares. Las ranas más ricas de la charca comenzaron a adquirir los derechos
de las semillas de nenúfar. Ese fue el comienzo del fin”. Ruperto no entendía
como esos sapos pudieron reclamar como propias unas plantas que no pertenecían
a nadie. “No pudimos evitarlo –explicó una rana-. Vinieron con un ejército de
serpientes. Los que se opusieron fueron devorados por ellas. Las ranas más
valientes fueron las primeras en morir. Pero la mayoría teníamos hijos y
sentimos miedo.”
Ruperto
miró a su alrededor. En la parte izquierda de la charca, por la que llegaba la
corriente de un pequeño arroyo, existían algunos nenúfares con flores,
habitados por ranas rollizas y bien alimentadas, protegidos por serpientes
acuáticas. Un día, Ruperto, movido por la curiosidad, osó acercarse demasiado a
ellos, atraído por la claridad del agua y los colores de las flores. Una serpiente
le vio e intentó morderle. En el colegio de la charca le habían explicado que
vivía en una charca libre y democrática, pero aquel día entendió que no era
cierto. Que había dos clases de ranas. Volvió a su pequeño nenúfar,
que sus padres pagaban a duras penas limpiando de palos y hojas secas la parte
de la charca de las ranas ricas. Le explicó a su madre lo que le había ocurrido
y ésta le dijo: “Ruperto, no vuelvas a acercarte a ese lugar. Muchos renacuajos
han sido mordidos antes que tú por hacer lo mismo, y algunos han muerto. Por
favor, hijo, tu padre y yo te queremos mucho y no soportaríamos que te
ocurriera lo que a ellos”. Aquella noche se durmió mirando a las estrellas, pensando
en sus compañeros de clase que tenían que dormir sobre la tierra que rodeaba la
charca, expuestos a las lechuzas que pululaban por allí, sin un mosquito que
llevarse a la boca. “Esto tiene que cambiar”, se dijo. “Ni una rana más sin
nenúfar”.
Al
día siguiente, en el recreo del colegio, le habló a sus compañeros renacuajos
sobre lo que le había ocurrido el día anterior. Eran apenas treinta renacuajos
escuálidos. Muchas ranas habían emigrado a otras charcas cuando los sapos
impusieron sus normas, por lo que el número de renacuajos había disminuido en los últimos tiempos. Les habló de su idea. “Esta charca es nuestra. Somos nosotros los que la
habitamos. Nuestro futuro depende de esta charca y la charca depende de
nosotros. Nuestros padres tienen miedo de perder lo poco que poseen, pero si no
luchamos por lo que es nuestro, pronto no tendremos nada por lo que luchar.
Hemos visto demasiados desahucios de nenúfares y a demasiadas ranas con sus
familias abocadas a la pobreza y la exclusión. Si no hacemos algo ahora, los
sapos acabarán por poseer la charca por completo, y seremos sus esclavos. ¡No
podemos permitir que eso ocurra, compañeros renacuajos! ¡Ninguna rana sin
nenúfar!”. Los renacuajos le miraron sorprendidos. El miedo de sus padres les
había contagiado y la mayoría se había resignado a una vida precaria. Pero
Ruperto siguió hablando de la necesidad de defenderse ante el ataque de los
sapos. Tanto habló, y con tanta pasión, que convenció a todos los renacuajos de
la escuela.
Las
ranas que les daban clase escucharon a Ruperto hablar en el patio de la escuela
submarina. Se acercaron a él y le escucharon con atención. Sintieron un atisbo
de esperanza entre sus palabras. Al final del discurso, toda la escuela coreó
sus palabras: “¡Ninguna rana sin nenúfar! ¡Ninguna rana sin nenúfar! ¡Ninguna
rana sin nenúfar!”. Se organizaron en la escuela. Acordaron una estrategia
basada en la resistencia no violenta. Se encerraron en la escuela y la
convirtieron en el centro de su protesta. Los sapos se enteraron de la noticia
y mandaron a sus serpientes para desalojarla. Las ranas y los renacuajos
resistieron, aunque algunos renacuajos fueron mordidos por las serpientes y dos
murieron. Cuando la noticia de las muertes llegó a oídos del resto de las ranas,
una oleada de indignación y furia agitó las aguas turbias de la charca. Todas
las ranas se unieron a la protesta. Las ranas dejaron de trabajar para las
ranas ricas de la charca y pronto el agua de su zona también se llenó de suciedad. Los
sapos redoblaron su ofensiva. Enviaron más serpientes y contrataron a las
lechuzas para que destrozaran con sus garras todos los nenúfares que pudieran. Las
ranas combatieron a las serpientes y aunque algunas ranas murieron, con cada
muerte se reforzaba su compromiso con la lucha. Resistieron durante semanas y
pronto la voz se corrió por las charcas de la zona. Las ranas de los
alrededores se rebelaron contra la dictadura de los sapos, croando el lema de
Ruperto “¡Ninguna rana sin nenúfar!”. Comenzaron a ser cientos, miles, decenas
de miles de ranas que dejaron de tener miedo y se unieron al movimiento.
Un
día, treinta mil ranas y renacuajos salieron de sus charcas y avanzaron hacia
el lago en el que habitaban los sapos. Ese día el miedo cambió de bando. Las
serpientes huyeron atemorizadas hacia los ríos mientras los sapos observaban
aquella marea de cuerpos verdes. Ruperto, convertido ya en una rana, lideraba
la marcha, agarrando las ancas de sus compañeros. Llegaron hasta el lago y lo
rodearon, lanzando consignas y cantando. Los sapos huyeron y sus castillos,
construidos con los nenúfares que habían robado a las ranas, fueron desmontados
y los nenúfares devueltos a las charcas de las que fueron saqueados. Las ranas
volvieron a sus charcas para reconstruir lo que los sapos habían destruido.
Fueron
pobres durante un tiempo después de aquello. Les costó mucho trabajo devolver
el esplendor de otros tiempos a la charca, pero trabajaron con ilusión. Sabían
que su trabajo les pertenecía a ellos. Afloró un fuerte sentimiento de
comunidad entre las ranas, no sólo de la propia charca, sino de todas las
charcas. Todas las ranas tuvieron acceso a un nenúfar que, aunque pequeños, les
permitían vivir con dignidad. Las ranas, por fin, elegían su propio destino.
JAVIER NIX CALDERÓN
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