Quizá muchos os preguntéis, como yo, el porqué de ese interés hacia Venezuela que tanto los medios de comunicación como los políticos españoles le han dedicado al país caribeño en los últimos tiempos. En el último mes, los informativos de TVE han dedicado 71 minutos a hablar sobre Venezuela mientras que sólo han dedicado 31 a hablar sobre el desempleo en nuestro país. ¿Casualidad o causalidad?
No hay espacio para la casualidad en la política. Desde el año 2002, los medios de comunicación españoles han actuado como paladines de la oposición venezolana al chavismo, desplegando un lenguaje rico en términos claramente partidistas. Yo, sin ir más lejos, demonicé a Hugo Chávez antes de poder formarme una opinión empujado por los artículos de El País. Era habitual encontrarse con las palabras “caudillo”, “régimen chavista” o la aún más sonora “dictadura”. Bolivia tampoco se salvó de la quema. Evo Morales fue llamado “líder indigenista”, y su gobierno tildado de “régimen etnopopulista”. Es evidente que este lenguaje ha ido configurando una opinión pública claramente contraria al gobierno primero de Chávez, y más tarde de Maduro.
Los medios de comunicación mayoritarios se
dedicaron a labrar, hace más de diez años, un campo semántico sobre Venezuela
que hoy aran sin ningún tipo de pudor para obtener ganancias electorales. El
nacimiento de Podemos, que en origen se nutrió de algunos principios de la
revolución bolivariana, asustó a Partido Popular y PSOE, que vieron amenazada
su tradicional hegemonía política. No hace falta bucear demasiado en la red
para conocer las estrechas relaciones de Felipe Gónzalez con círculos
oligárquicos venezolanos, colombianos, peruanos o chilenos. Es bien conocida la
relación entre Felipe Gónzalez y Carlos Andres Pérez, presidente de Venezuela
entre 1989 y 1993, que abrió las puertas de su país al neoliberalismo y, cómo
no, a las empresas españolas. No está de más recordar que bajo el gobierno de
Carlos Andrés Pérez se produjo la revuelta popular conocida como “Caracazo”, en
marzo de 1989, provocada por los durísimos ajustes que el gobierno venezolano
llevó a cabo bajo órdenes del Fondo Monetario Internacional. La brecha social venezolana
se ensanchó, situando a más del 35% de su población bajo el umbral de la
pobreza, según el informe anual de la ONU sobre la pobreza en el mundo en 1990.
Abundan las imágenes de aquel “Caracazo” de personas saqueando piezas de carne
de las carnicerías, así como los rumores de que los pobres en Venezuela
complementaban su dieta con Perrarina, un pienso para perros. Ciertos o no, lo
que sí es cierto son los datos de desnutrición en Venezuela en 1990, que
llegaron a un pavoroso 20%. ¿Cómo se cubrió la información de aquella revuelta,
reprimida ferozmente por el gobierno de Pérez, desde El País? ¿A quién se
achacaron las culpas? Propongo a todo aquel que lea este artículo que acuda a
la hemeroteca de El País y busque noticias del día 4 de marzo de 1989. Se
encontrará con frases tan significativas cómo "La culpa de la situación la tiene la deuda
externa de Venezuela". La culpa de aquella revuelta no fue la actuación
del gobierno amigo de Carlos Andrés Pérez, sino la deuda externa, una palabra
intangible, etérea. Compárese el tratamiento de este asunto con los disturbios que tuvieron lugar en el año 2014.
Felipe González actuó a modo de celestina
entre los medios de comunicación españoles y los grandes empresarios
latinoamericanos desde los comienzos de su mandato. El Grupo Prisa, propietario
de diarios como El País y emisoras como Cadena Ser, y accionista del
conglomerado español de canales Mediaset y medios internacionales, como Radio
Caracol en Colombia o el Grupo Televisa en México, pronto se mostró como la
punta de lanza del neoliberalismo español en América Latina. González, que
encandiló a todo un país con su imagen moderna de joven socialista con media
melena y chaqueta de pana con coderas, también hechizó con sus cantos de sirena
al continente hermano. El expresidente español, el mejor relaciones públicas
del Grupo Prisa, cambió influencias en América Latina por el apoyo mediático de
El País y Cadena Ser a su gestión, quienes contribuyeron a tapar la guerra
sucia contra ETA y a dulcificar la ferocísima reconversión industrial vivida
por España durante la década de los 80. La misma década en la que aparece otro
nombre propio fundamental para comprender la deriva informativa sobre Venezuela
en España: Gustavo Cisneros.
Gustavo Cisneros desembarcó en España en
1983 comprando Galerias Preciados, unos grandes almacenes expropiados por el
gobierno y sacados a la venta por 1.500 millones de pesetas, unos 9 millones de
euros. En 1988, Cisneros, amigo personal del entonces presidente González,
vendía Galerías Preciados a una sociedad inglesa por 30.000 millones,
aproximadamente 180 millones de euros. Un negocio redondo que consolidó una
amistad que se ha mantenido en el tiempo. Gustavo Cisneros, considerado en 2004
como el segundo hombre más rico de Hispanoamérica, es un magnate venezolano
propietario de la mayor televisión privada de Venezuela, Venevisión, que cuenta
con importantes participaciones en medios de comunicación en Chile, Estados
Unidos, Colombia, Perú y Bolivia. Sus televisiones y periódicos mantuvieron desde el principio una clara línea editorial antichavista. Polanco y Cebrián hicieron lo propio con el Grupo Prisa. Los puentes tendidos a ambas orillas del
Atlántico entre España y Venezuela tuvieron a sus arquitectos en Cisneros y
González. Hoy resulta evidente que las líneas editoriales del Grupo Prisa y el
Grupo Cisneros presentan paralelismos en su tratamiento de la información sobre
el chavismo en Venezuela. Es lo que se ha denominado como “intereses cruzados”
de Polanco, Cebrián y Cisneros. Aliados más económicos que ideológicos, cuidan
de los intereses del otro en sus respectivos países. Amamantan a los suyos,
limpian sus desastres y justifican sus desmanes. Pero atacan con saña a los
rebeldes que tratan de escapar del redil.
No es un tema baladí. Venezuela ha sido
retratada como un régimen autoritario, como una república bananera, como un
país profundamente corrompido y últimamente como un país en el que sus
ciudadanos comienzan a pasar hambre. ¿Cuánto hay de cierto y cuánto de mito
interesado? Empecemos por las certezas. Venezuela tiene problemas económicos
gravísimos. Con una economía completamente dependiente del petróleo, la fuerte
bajada de los precios del petróleo y la incapacidad de Maduro para reaccionar
han llevado a Venezuela a un caos económico del que no saben cómo escapar. La
inflación, que ya supera el 60%, se ha unido a una devaluación de la moneda que
ha hecho descender la renta media de los hogares de 13.000 a 9.000 dólares al
año. Son datos suficientes para aceptar que la situación económica es
deplorable y se necesitan soluciones inmediatas, soluciones que es posible que
el gobierno de Maduro no esté en condiciones de aportar. A esto debemos unirle
el aumento de la violencia, que por otro lado no dejó de cesar ni tan siquiera
durante los mejores años del chavismo, en los que el país creció a un ritmo de
más del 5%. Sin embargo, no podemos olvidar que muchos otros países del
entorno, como Brasil, Colombia o México, sufren la lacra de la inseguridad
ciudadana, con su cortejo fúnebre de asaltos, secuestros y asesinatos.
Vayamos ahora con los mitos. No existe hoy por hoy hambre en Venezuela. Sí existe malnutrición. Hay una diferencia fundamental entre la desnutrición y la malnutrición. La primera implica una falta total de nutrientes para el organismo, que desemboca en el hambre y a la larga en la muerte por inanición, mientras que la segunda consiste en una dieta desequilibrada, en la que faltan nutrientes y/o hay un exceso de otros. No deja de ser alarmante la malnutrición en Venezuela, pero, ¿y en España? Vayamos a los datos. En nuestro país, 2,5 millones de niños viven en hogares con una renta inferior a la del umbral de la pobreza, es decir, el 30% de los hogares españoles, según datos de la ONG Save the Children. El 25% de las familias no pueden permitirse una comida de carne, pollo o pescado cada dos días, según el Instituto Nacional de Estadística. Son datos demoledores, producto de la crisis económica en la que nos encontramos desde el año 2008. La malnutrición que afecta a Venezuela, unida a la carestía de algunos productos básicos, es real, las colas de venezolanos que intentan comprar productos a precios subvencionados es real, así como lo es la dificultad de muchos hogares españoles para llegar a fin de mes.
Vayamos ahora con los mitos. No existe hoy por hoy hambre en Venezuela. Sí existe malnutrición. Hay una diferencia fundamental entre la desnutrición y la malnutrición. La primera implica una falta total de nutrientes para el organismo, que desemboca en el hambre y a la larga en la muerte por inanición, mientras que la segunda consiste en una dieta desequilibrada, en la que faltan nutrientes y/o hay un exceso de otros. No deja de ser alarmante la malnutrición en Venezuela, pero, ¿y en España? Vayamos a los datos. En nuestro país, 2,5 millones de niños viven en hogares con una renta inferior a la del umbral de la pobreza, es decir, el 30% de los hogares españoles, según datos de la ONG Save the Children. El 25% de las familias no pueden permitirse una comida de carne, pollo o pescado cada dos días, según el Instituto Nacional de Estadística. Son datos demoledores, producto de la crisis económica en la que nos encontramos desde el año 2008. La malnutrición que afecta a Venezuela, unida a la carestía de algunos productos básicos, es real, las colas de venezolanos que intentan comprar productos a precios subvencionados es real, así como lo es la dificultad de muchos hogares españoles para llegar a fin de mes.
En cuanto a la represión política que ha
ejercido el gobierno de Maduro contra algunos líderes opositores, se ha asumido
como dogma que en Venezuela existen presos políticos. Si viajamos unos años
atrás, a las elecciones de 2013, nos encontramos con una ajustadísima victoria
del PSUV, el partido del fallecido Hugo Chávez liderado por Nicolás Maduro,
frente a la Mesa de la Unidad Democrática, comandada por Henrique Capriles.
Menos de 250.000 votos inclinaron la balanza del lado de Maduro. La fractura
política en el país se hizo patente tras las elecciones. Yo mismo pude observar
el clima de beligerancia en el país cuando viajé allí, el mismo día de las
elecciones, un 14 de abril de 2013. Me encontraba en una ciudad con una larga
tradición de oposición al chavismo, Mérida, donde se sucedieron las
manifestaciones y las caceroladas durante los diez días que permanecí allí. En
su primera alocución televisiva, Henrique Capriles no reconoció los resultados
de las elecciones, acusando al gobierno y al Consejo Nacional Electoral,
organismo encargado de velar por la limpieza en las elecciones, de manipulación
en el conteo de los votos. Un año más tarde, el líder opositor Leopoldo López
hace un llamamiento a la desobediencia civil en las calles para forzar una
salida del gobierno de Maduro, operación que denominó como “La salida”, que
pronto degeneró en enfrentamientos en las calles entre manifestantes (llamados
allí guarimberos, por levantar barricadas o guarimbas desde las que se
enfrentaron a la policía quemando mobiliario público, así como arrojando
piedras e incluso con armas de fuego) y las fuerzas de seguridad y partidarios
del gobierno. El balance de muertos fue de 42, y culminó con la detención y
encarcelamiento de López, acusado de instigación a delinquir, asociación para
delinquir e incendios y daños a edificios públicos, en carácter de
determinación. Estos cargos le valieron una pena de cárcel de más de 13 años.
La trayectoria en la oposición de Leopoldo López se remonta al año 2002, cuando
en los momentos previos al intento de golpe de Estado llevado a cabo por la
oposición contra el gobierno de Hugo Chávez, condujo a una masa ciudadana hacia
el palacio presidencial de Miraflores para requerir la renuncia del presidente.
Lo que sucedió a continuación flota en una niebla oscura producida por la
propaganda de ambos bandos: la marcha opositora se encuentra con otra marcha
chavista y comienza un tiroteo. El gobierno acusa a la oposición de haber
colocado francotiradores en las azoteas, disparando a los chavistas, que cuentan
hasta 18 muertos por disparos en la cabeza, cifra que se elevaría a 43 en los
disturbios posteriores. La oposición muestra imágenes de chavistas disparando
contra la marcha de la oposición, pero la cámara no enfoca contra quién
disparaban realmente. La verdad se diluye en esa niebla, y el sol de la verdad
se muestra incapaz de disiparla. Leopoldo López es detenido tras el fracaso del
golpe de Estado, que concluyó cuando el presidente de facto, presidente también
de la patronal venezolana Fedecámaras, abandona el Palacio de Miraflores a la
carrera cuando las fuerzas armadas leales al gobierno acuden en auxilio del
presidente Chávez, que fue recluido en Fuerte Tiuna. Al día siguiente, el golpe
fracasa y Chávez es repuesto como presidente. Leopoldo López es condenado y
posteriormente amnistiado por el gobierno en 2007. De ahí en adelante, el
gobierno de Chávez llega a un pacto con los medios de comunicación privados
venezolanos y los opositores en aras de la estabilidad. La oposición reduce su
actividad y Chávez gana elección tras elección, espoleado por una masa social
que se mantiene fiel a la “revolución bolivariana”. Así fue hasta el día de su muerte, un 5 de marzo de 2013.
¿Qué nos dice todo esto? Que lo que en España se conocen como “presos políticos” son más bien “políticos presos”. De hecho, el propio Capriles pronto se desmarcó de la estrategia de “calentar las calles” de López, consciente de que el poder en Venezuela debe ser conquistado por las urnas. Existen muchos mitos relacionados con Venezuela que nos son inoculados desde televisión, radio y prensa sin apenas contraste. La propia clase política ha creado lo que en comunicación política se llaman “sound bites”, es decir, palabras con una profunda carga emocional que etiquetan al adversario político, anulando cualquier atisbo de razón y redirigiendo el debate por cauces emocionales. Palabras como “chavista” o “bolivariano” se han convertido en sinónimo de dictadura, represión, ausencia de libertades, términos todos ellos aplicados a Podemos desde el inicio de su andadura política. Dicho esto, debemos no perder de vista los problemas estructurales de Venezuela y del chavismo como construcción política. Su gestión económica ha sido deficiente. No ha sabido salir del atraso usando el incremento de sus ingresos petroleros en los tiempos del boom del crudo, mostrándose incapaz de diversificar su economía y redistribuyendo esos ingresos en ayuda asistencial que no termina de crear una industria potente y una clase media pujante. El gobierno de Chávez y el de Maduro no han sabido acabar con la lacra de la inseguridad ciudadana, y Caracas es hoy, y desde hace unos años, una de las ciudades con más asesinatos del planeta, con unas cifras semejantes a las de la guerra de Afganistán. Sólo el año pasado hubo aproximadamente 28.000 muertos en Venezuela. ¿Es todo culpa del gobierno? Evidentemente no. La situación es similar en otros países de América Latina. Pero no debemos olvidar que los grandes medios de comunicación están en manos de grupos empresariales que apoyan a los partidos de derechas, que siempre han estado más cerca de los poderes económicos. Aun así, el gobierno tiene una responsabilidad sobre estas cifras, y su incapacidad para reducirlas una muestra de que la situación parece superar a un gobierno con una credibilidad cada vez más mermada entre sus propios ciudadanos.
Vistos los mitos y las realidades en
Venezuela, es el turno de la explicación del porqué de la sobreexposición
mediática de Venezuela en España. Los años de trabajo semántico de los medios
españoles para situar a Venezuela entre los enemigos de Occidente comenzaron a
dar sus frutos con la aparición de Podemos en el escenario político. Podemos se
presentó como el partido de la gente, de los de abajo, construido para frenar
las políticas neoliberales que los gobiernos de PP y PSOE habían llevado a cabo
en los años de la crisis en España. Comenzaron reivindicando una forma
diferente de hacer política, creando una dicotomía gente-casta, los de
abajo-los de arriba, con eslóganes como “Somos la gente” o “Somos los de
abajo”, que recuerdan a la estrategia política de Hugo Chávez de “Somos el
pueblo”. Beben de fuentes semejantes, ya que Podemos en sus inicios se desmarcó
del resto de formaciones políticas definiéndose como la única hecha por la gente y para la
gente, rescatando el concepto de patria, basándose en las teorías de lo
“nacional-popular” que los movimientos de izquierdas latinoamericanos habían
utilizado a principios del siglo XXI. Algunos de sus dirigentes, como Juan
Carlos Monedero, firme defensor de la revolución bolivariana, fueron apartados
de la dirección a medidas que pasaron los meses tras los intentos de los
partidos rivales de acercarle a Venezuela. Los “bites sounds” aparecieron de
nuevo. Les acusaron de simpatizar con ETA, pero la fuerza evocadora del
terrorismo sobre la sociedad española no era la misma tras el abandono de las
armas de la banda terrorista. Cambiaron entonces la terminología. Les
llamaron chavistas, bolivarianos, amigos de los iraníes, antidemócratas,
golpistas, populistas. Los ataques arreciaron desde todos los flancos. Los
medios de comunicación vivieron un curioso desdoble de la personalidad al
necesitar a líderes como Pablo Iglesias, Errejón o Monedero en sus tertulias
porque incrementaban los índices de audiencia, y al atacar sus posiciones
ideológicas por ser cercanas a lo que tanto habían criticado en el pasado.
Volvieron al campo semántico del antichavismo y lo araron con energía. Uno de
sus frutos fue apartar a Monedero de la cúpula de Podemos, por sus lazos con la
Venezuela de Chávez. Los estereotipos son poderosos en España. Podemos se
desligó una y otra vez de Venezuela. Pero los “bites sounds” siguen ahí,
ladrando insultos y tratando de ocultar las ideas con emociones, la razón con
sentimientos. Al fin y al cabo, la política es un músculo y no un órgano, por
eso muchos partidos eligen un corazón como símbolo y no un cerebro.
España se enfrenta a innumerables
problemas en el futuro cercano. Vamos a votar por la segunda vuelta de las
elecciones en dos semanas, y la situación política se antoja tan inestable como
hace seis meses. A medida que se acercaba la fecha de la votación, partidos
como Ciudadanos se subían al carro de la oportunidad y colocaban a Venezuela en
el centro del debate, con la visita de Albert Rivera invitado por la oposición
a Caracas. El campo semántico aún tiene tierra fértil de la que se pueden
cosechar votos. El Partido Popular hace lo propio. De hecho, en los últimos
días Pablo Casado, vicesecretario de comunicación del PP, ha colgado una foto
de unos disturbios en el Congo como si las imágenes perteneciesen a Venezuela.
El PSOE, más cauto tras los resultados del 20 de diciembre, intenta dar una
imagen menos hostil y disminuye las alusiones a Venezuela. Los medios de
comunicación de masas colocan la alfombra que los políticos pisan después,
dedicando gran parte de sus programaciones a hablar de la situación en
Venezuela. Una parte de la opinión pública se enfurece y se asusta, al identificar
a Podemos con Venezuela. Es lamentable observar como los informativos no
dedican un solo minuto a hablar del régimen saudí, conocido por su persecución
de homosexuales y opositores y una total falta de respeto por los derechos
humanos más elementales, o de Marruecos, que mantiene bajo su bota al pueblo
saharaui sin que desde España nadie alce su voz, o de Guinea Ecuatorial, un
régimen dictatorial que pisotea los derechos humanos gobernado por un dictador.
Estos tres países tienen algo en común con España: intereses económicos con las
élites que dominan estos países. Arabia Saudí tiene jugosos contratos de compra
de armas con la industria armamentística española, que sólo en 2015 ascendieron
a más de 1.700 millones de euros; Marruecos es el país por el que pasa el gas
que calienta España en invierno, y no es difícil imaginar a la monarquía de
Mohammed VI cerrando la espitas de los gasoductos en caso de conflicto
diplomático; por último, Guinea Ecuatorial, cuyo presidente Obiang, famoso por
haber asesinado a más de 50.000 personas en su llegada al poder, ha favorecido
los negocios de grandes multinacionales españolas.
Los medios de comunicación en España
manipulan y lo hacen sin ningún tipo de vergüenza. Manipular no consiste solo
en mentir o deformar la realidad: también incluye no mirar hacia donde sí se
están produciendo auténticas violaciones de los derechos humanos, silenciando
el dolor de unos para aumentar la ganancia electoral de otros. Como ciudadanos
de un país democrático, tenemos la obligación de identificar si no la verdad,
sí al menos las mentiras. Si dejamos la construcción de nuestra visión del
mundo en manos de unos pocos canales de televisión, si la prensa escrita
mayoritaria es la encargada de edificar los cimientos desde los que construimos
nuestra idea de la realidad, nos arriesgamos a vivir instalados permanentemente
en la mentira. Los medios de comunicación tienen una responsabilidad social:
informar con decencia y el mayor porcentaje de veracidad posible. Si los de
siempre no lo hacen, escapémonos de esa falsa realidad por alguna hendidura. El
sistema es una maquinaria casi perfecta, engrasada durante décadas, pero tiene
fallos. Están ahí. Sólo debemos leer, preguntarnos, ser críticos y, sobre todo,
ser valientes. La verdad es una luz que se enciende despacio, pero que nadie
puede apagar cuando por fin brilla.
JAVIER NIX CALDERÓN
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