Reconozco que nunca me han gustado las aglomeraciones. Me hacen sentir incómodo. Pero hoy he venido hasta esta plaza porque ya no aguanto más. He venido solo. Todos mis amigos superan los treinta y cinco años y la crisis no les ha golpeado tan duro como me está golpeando a mí. Me avergüenza que esto sea así, pero si no me pasara lo que me está pasando, sería como ellos. Nunca he tenido unas ideas políticas demasiado definidas. Lo que me ha traído hasta esta manifestación no es el compromiso, sino la rabia. Durante los cuatro años que dura ya esta crisis, me he limitado a observar las concentraciones por televisión. Desconfiaba de los indignados. La verdad es que no me gusta esa palabra. Indignado. Siempre la he relacionado con alguien en una parada de autobús enfadado porque el autobús que le lleva de vuelta a casa se retrasa, pero que cuando llega se sienta dócilmente hasta llegar a su destino. No terminaba de fiarme del movimiento del 15M. Se convirtió en un circo mediático. Acudí a la Puerta del Sol los primeros días y llegué a creer que un cambio era posible. Poco a poco, la situación se calmó. Las elecciones en Madrid dieron el triunfo por mayoría absoluta al Partido Popular y me desengañé. Al final, el 15M se parecía más a la válvula de una olla a presión dejando escapar lentamente el vapor de la ira del pueblo que a una revolución. Como si el gobierno hubiera calculado los pasos con precisión para que el descontento popular estallase en una explosión controlada desde arriba. Pero supongo que plantó una semilla en la sociedad y es eso lo que nos ha traído hasta esta plaza. Aún así, quizás ya es tarde. Para mí y para todos.
Está poniéndose el sol y la multitud
no deja de aumentar. A mi alrededor hay personas de todas las edades. Casi todo
el mundo grita las consignas que lanza un hombre desde un altavoz. Estoy cerca
de la cabecera de la manifestación y se masca la tensión. Las vallas que
protegen el Congreso de los Diputados nos separan de los más de mil policías
antidisturbios que el gobierno ha traído hasta Madrid. Un grupo de chicos a mi
lado exhiben su odio hacia los antidisturbios insultándoles. Detrás de mí, otro
grupo se reparte las piedras que uno de ellos ha traído en su mochila. “Esto es
para los perros de azul, para cuando carguen. No nos vamos a quedar quietos”,
les oigo decir. Uno de ellos me mira y me ofrece una, pero la rechazo con un
gesto. No soy una persona violenta. Nunca he golpeado a nadie. Sé que la
violencia deshumaniza más al que la ejerce que al que la recibe. Mi padre me ha
contado muchas veces sus experiencias en las manifestaciones cuando vivía en Vitoria,
durante la Transición, y siempre me decía lo mismo: “Contra la violencia
gubernamental, sólo cabe la resistencia activa no violenta. No olvides nunca
eso. Las piedras que lanzamos se volvieron contra nosotros en forma de
disparos. Así perdí a mi amigo Pedro”. Siempre me habla de Pedro, que murió
durante los Sucesos de Vitoria. “Me radicalicé aún más después de su muerte, y estuve
cerca de cometer una locura. Arrinconamos a un “gris” en una manifestación y
casi lo matamos de una paliza. El recuerdo de su cara destrozada por los golpes
no me ha abandonado jamás”. De momento, en España no ha habido muertos. Al menos
no en manifestaciones. Las bajas de esta crisis son silenciosas: suicidios,
desahucios, familias enteras condenadas a la pobreza. La gente en España muere
sin hacer ruido.
Algunas personas intentan quitar la valla del cordón de seguridad que protege el Congreso. Detrás, la multitud se
agita como un enjambre de abejas furiosas. No hay vuelta atrás. Imagino a los
franceses que tomaron la Bastilla el 14 de julio cargando contra el ejército
real y una sensación de furia me eriza la piel. Todo acto de disidencia tiene
un componente romántico, de idealización. La multitud que tomó la Bastilla
estaba hambrienta de pan y justicia y nosotros, sólo de justicia, es cierto. Pero
entonces recuerdo un pasaje del Nuevo Testamento: “Señor, da hambre de justicia
a los que tienen pan”. Hambre de justicia. La justicia es el único pan que el
estómago de este país necesita. Y mi alma ruge como las tripas de un hombre que
lleva siete días sin comer.
Me acerco a la valla y empujo con
todas mis fuerzas. No sé por qué, ni siquiera creo que llegar hasta el Congreso
vaya a cambiar las cosas, pero la empujo igualmente. Siento el dolor de mis
hombros en cada embestida contra la valla, y eso me pone más furioso. Agarro
los barrotes y la agito hasta que consigo arrancar un tramo. Los antidisturbios
están a pocos metros, en formación de carga. Bajan las viseras de los cascos y
avanzan en grupos de nueve, protegidos por escudos. Los silbidos y los gritos
detrás de mí van en aumento. Retomo el contacto con la realidad y me retiro
hacia el centro de la plaza, donde el grueso de la manifestación ha comenzado a
sentarse en el suelo levantando las
manos. Me uno a ellos y grito. Grito hasta que me duele la garganta. Siento
como con cada grito me desprendo de un eslabón de la cadena que este sistema me
ha anudado al cuello. Les veo venir, con sus uniformes casi militares, más
parecidos a los de una tropa de asalto que a los de un cuerpo destinado,
supuestamente, a proteger a la población. A mi derecha algunos grupos han
formado un escudo con tapas de cubos de basura y cargan contra los
antidisturbios, pero son repelidos y perseguidos. La policía saca las porras y
se acerca hasta nosotros. Comienzan a llover los golpes. Al primer porrazo,
siento como las palabras de mi padre sobre la resistencia no violenta pierden
su significado. Me levantan en volandas y me tiran hacia atrás. Ya no tengo
ganas de gritar más. Ahora quiero respirar humo. Siento odio y quiero respirar
humo.
Veo arder contenedores cerca de la
glorieta de Atocha y me dirijo hacia allí. No pienso irme a casa. Sé que toda
esta violencia mañana se convertirá simplemente en unos pocos cubos quemados,
bancos destrozados y escaparates rotos. Que no traerá ningún cambio. Pero no me
importa. Algunos manifestantes están arrancando adoquines de las aceras y los
acumulan tras la barricada de fuego. Los antidisturbios se sitúan a cincuenta
metros, esperando la orden para cargar. Voy hasta allí y cojo una piedra. La sostengo
entre mis manos y pienso en todo lo que me han arrebatado. En la pesadilla en
la que se ha convertido mi vida. La tiro con rabia, por el trabajo en el banco
que perdí hace un año. Arrojo una tras otra, frenéticamente, lleno de ira, por
la hipoteca que no pude seguir pagando con mi novia. Por la ruptura de nuestra
relación cuando se acabó el dinero, perdimos la casa y las discusiones
destruyeron nuestra pareja. Por haber tenido que volver a casa de mis padres,
derrotado y deprimido. Por los currículos que han roto delante de mi cara.
Por las noches llorando y mirando las paredes de mi habitación de adolescente,
sintiendo que mi vida había completado un círculo de veinte años y me encuentro
de nuevo en el punto de partida. Por los hombres y mujeres que eligieron el
suicidio antes que ser desahuciados. Por mis treinta y cinco años sin futuro y
las ilusiones que nunca podré cumplir.
Los antidisturbios comienzan a
disparar pelotas de goma. Un chico a mi lado cae al suelo tras recibir el
impacto de una en el estómago. Su grito de dolor me devuelve a la realidad. Intento
ayudarle, pero no puede moverse. En ese momento los antidisturbios cargan
contra nosotros. Me escabullo por un lateral mientras dos de ellos me
persiguen. Han debido fijarse en mí mientras les tiraba piedras. Me dirijo a
una bocacalle y me doy de bruces con un grupo de más de cincuenta personas que
vuelcan contenedores llenos de botellas para arrojarlas. Los antidisturbios se
paran en seco y comienzan a retroceder. La gente les insulta mientras ellos
sacan las porras y miran en todas direcciones, buscando al resto de sus
compañeros. Pero están solos. La multitud se abalanza sobre ellos e intentan
huir. Uno lo consigue, pero el otro resbala y cae al suelo. Se echan encima de
él y le propinan patadas y botellazos, mientras el policía pide auxilio. Nadie
hace caso a sus gritos. Todo el odio, toda la rabia, todo el enfado de un país
que ve como se destruye lentamente su futuro, se vuelcan sobre el cuerpo del
antidisturbios. A los pocos segundos, dejan de oírse sus quejidos. Alguien grita que paren. La gente se dispersa.
En medio de la calle queda tendido el antidisturbios, inerte, mientras un
charco de sangre se forma en torno a su cabeza. Pienso en el cuadro de Goya del
2 de mayo, en los soldados franceses con el rostro contraído de terror mientras
los madrileños les acuchillan sin piedad. Pienso en lo grotesco de la violencia
y en los ojos de mi padre mientras me hablaba de aquel “gris” tendido en el
suelo, sangrando como un animal herido. Siento náuseas. Me meto entre dos
coches y vomito. Me tiemblan las manos. “La
violencia deshumaniza más al que la ejerce que al que la recibe”. Mi padre
tenía razón. Tras descargar mi ira, sólo siento frustración. El vacío que
siento dentro de mí duele mucho más que los golpes recibidos.
Me alejo de allí. Madrid parece el
escenario de una batalla que no ha ganado nadie. En la distancia, se escuchan las
descargas sordas de las pelotas de goma de los antidisturbios. El humor dulzón
de los contenedores quemados se expande por las calles del centro. Por mi lado
pasan algunos jóvenes con la camisa salpicada de sangre y la mirada perdida. Han visto, al igual que yo, el rostro que se
esconde tras la careta de la democracia española. Pero la edad juega a su
favor. Envidio sus veinte años. Ellos al menos pueden pensar en un futuro fuera
de este país. A mí sólo me queda soñar con despertar una mañana y que todo haya
sido una pesadilla. Pero sé que no será así. Despertaré en la misma habitación que
ocupé cuando era un niño. Los pósteres de las paredes me mirarán y en los ojos
de mis ídolos de la adolescencia leeré que no es una pesadilla. El sol comenzará a filtrarse por la ventana,
dándome de nuevo la bienvenida a un mundo en el que ya no tengo espacio. Sólo
me quedará cerrar los ojos, esperando que el sueño me conceda una hora más de
tregua en esta guerra, que perdí mucho antes de comenzar a luchar.
JAVIER NIX CALDERÓN
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