Son las 8:30 de la mañana y amanece en
Curitiba. Enciendo el primer cigarrillo del día mientras camino hacia la
terminal de autobuses de Guadalupe, en el centro de la ciudad. El sol se asoma
desde las azoteas de los edificios por primera vez en una semana. El invierno
austral golpea duro en esta parte de Brasil. El sol del invierno es un sol
tímido y pequeño. Sus rayos apenas aparecen durante unas horas algunas mañanas,
lo suficiente para conceder una tregua en este clima frío y húmedo, pero no
dura demasiado. Yo, particularmente, noto mucho su falta. Una parte de mí aún
sigue en España, donde ahora es verano. El mes de julio en mi mente es el mes
del calor mesetario, de las noches tendido en el césped de algún parque mirando
las estrellas y de los paseos con mi perro por las dehesas que se extienden por
los alrededores de Alcobendas, mi ciudad natal. Quizás por eso me noto más
cansado y lento que de costumbre. Quizás también por eso he aumentado mi
consumo de tabaco. Estoy en una cajetilla diaria, y subiendo. El humo de los
cigarrillos calma la ansiedad que estos cielos nublados me causan.
Llego hasta la estación de autobús y
arrojo el cigarro al suelo. Está prohibido fumar, a pesar de que se encuentra
al aire libre. Veo mi autobús. Es uno rojo y alargado. A mi alrededor, veo a
algunas parejas que se despiden con un beso antes de ir a trabajar. Otras
personas desayunan sentadas en los bares que rodean la estación. Veo a niños
que se dirigen a la escuela, tomados de la mano con sus padres. También veo a
personas que se mueren. Veo gente que se muere todos los días. Es fácil
reconocerlos: están en los márgenes de cualquier lugar al que miro. En los
márgenes de la estación de autobuses, en los márgenes de las calles. En los
márgenes del mundo.
Los veo de noche, protegiéndose de la
lluvia bajo una marquesina con tres paraguas rotos a modo de barrera o
caminando empapados y tiritando mientras la humedad se filtra hasta el tuétano
de sus huesos. Los veo de día, solos y a veces en grupo, con la mirada perdida
y la ropa sucia, algunos, los más afortunados, con una manta raída como única protección
contra el frío, formando un cortejo de muerte. Aquí los llaman “moradores de
rua”. Viven en la calle. Rectifico: mueren en la calle. La calle nos mata a
todos, a diferente velocidad: a los que vivimos bajo un techo, a los que
vendemos nuestro tiempo para pagar las cosas que nos mantienen a salvo, más
despacio; a ellos, que cayeron en la trampa de la droga, que no supieron o no
quisieron salvarse, más deprisa.
Esta mañana hay más “moradores de rua”
que otros días en la estación. Algunos se tienden al sol. Otros deambulan entre
los andenes. Me palpo los bolsillos en busca de unas monedas para pagar el
pasaje mientras avanzo hacia el autobús. Sólo tengo algunos centavos, así que
me dirijo hacia un cajero automático cercano. Aguardo mi turno tras un hombre
de traje que se afana en recoger los billetes que salen por la ranura del
cajero. Entonces le veo. Está a menos de diez metros, pero nos separa un
abismo. El pelo le cae sucio sobre la cara. Lleva la adicción al crack tatuada
en la escasa carne que le recubre las mejillas. Camina con paso vacilante hacia
donde estoy, arrastrando una manta que lleva sobre sus hombros a modo de capa,
más hoja seca que hombre. Se sitúa a mi espalda. “Chico, ¿tienes un real para
mí?”, le oigo decir. Pero no me doy la vuelta. Saco un billete de veinte y me
alejo de allí.
Cruzo el andén. La vergüenza comienza
a apoderarse de mí. Le busco con la mirada y le veo acercarse a otras personas,
en busca del real que yo le he negado, recolectando lástima, pero no dinero.
Mi conciencia se despierta. “¿Y tú te llenas la boca hablando de socialismo, de
justicia, de amor al otro? Se lo niegas y ni tan siquiera eres capaz de mirarle
a los ojos.” Seguramente lo quiere para comprar crack, me digo. “Es probable. Y
si quiere matarse, lo hará con ese real o sin él. Pero, maldita sea, ve hasta
allí, compra un café al menos y dáselo. No es caridad. Es Humanidad. Hazlo”.
Voy hasta el bar más cercano y pido un
café para llevar. Un real con cincuenta es el precio que pago por no asistir
como espectador al drama de la existencia. El vaso me quema en las manos mientras
le busco con la mirada. Recorro las tiendas de la estación hasta que le veo en
un quiosco, hablando a la espalda de un hombre que, como yo antes, no le presta
atención. Me acerco hasta él y percibo su olor. Huele agrio. Todos huelen así.
Es el olor de la miseria, de la calle. Me pongo delante de él y le tiendo el
café. “No quiero”, me dice, rechazándolo con un gesto. “Lo he comprado para ti”,
le respondo. Mira el café y, tras unos segundos, lo coge. Le veo caminar hasta
una esquina. Se sienta en el suelo y comienza a beber a pequeños sorbos, como
si el líquido le hiciese daño en el estómago.
Vuelvo hacia el andén y me monto en el autobús. No me siento
mejor. Una lluvia muy fina comienza a caer
mientras el conductor arranca. Un grupo de "moradores de rua" se protege de la lluvia bajo el techo de una iglesia cercana, mientras se pasan un cigarrillo unos a otros. Sobre la vidriera de la iglesia hay dibujada una gran cruz. Dios está muy lejos de aquí, pienso. Dios está muy lejos de todas partes. Los hombres están muy lejos de los hombres.
El autobús enfila la carretera y alcanzo a ver la esquina donde estaba sentado el mendigo. Pero
él ya no está allí. En el suelo, medio lleno, está el café, como testigo mudo
de un acto en el que nadie salvó a nadie.
JAVIER NIX CALDERÓN
1 comentario:
"Dios está muy lejos de aquí, pienso. Dios está muy lejos de todas partes. Los hombres están muy lejos de los hombres."
Estremecedor.....
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