- Hijo, hijo, ¡despierta! Ben Gurion
está hablando en la radio. Vístete, vamos. Todo el kibutz está reunido en el
salón principal.
Mi padre entró en la habitación y
encendió la luz.
- Pero, ¿qué pasa, papá? ¡Apaga la luz,
por favor! Estoy cansado, he estado todo el día recogiendo fruta en la
plantación. Déjame dormir –contesté, dándome la vuelta en la cama y enterrando
la cara en la almohada.
- Te doy dos minutos –me dijo,
destapándome-. Eitan ha ordenado que
todos los miembros de la comunidad acudan antes de las once. Hoy es el día, Guibor. Voy para allá. Dos
minutos.
Mi padre parecía muy excitado. Me
levanté y miré por la ventana. Varias personas corrían entre los barracones
lanzando vítores. Tanta agitación en el
kibutz sólo podía significar una cosa: el Estado de Israel estaba a punto de
nacer. Los rumores sobre cuándo se produciría la declaración de independencia
habían ido en aumento desde hacía semanas. Todos realizaban cálculos y
predicciones sobre el momento exacto en que tendría lugar. Yo aposté a que se
produciría en la fiesta de “Savohot”, a finales de junio, que celebra la
recepción de la Tora, la revelación de la ley judaica a Moisés en el monte
Sinaí. Creía que elegirían una fecha simbólica para la creación del nuevo
estado, algo que pusiera de manifiesto el derecho histórico del pueblo judío
sobre la tierra del mandato británico, pero me equivoqué. Aquel 14 de mayo no tenía nada de religioso
ni de histórico, pero cambió nuestras vidas para siempre.
Me puse lo primero que vi y bajé corriendo
las escaleras. “Última llamada a rezagados, todos al salón principal”, se
escuchó por la megafonía. Tres mujeres me adelantaron corriendo, con los brazos
entrelazados y cantando. Cuando llegué al salón, no cabía un alma. Me introduje
como pude entre la multitud y busqué a mi padre con la mirada. Estaba en la
mesa principal, junto con un general de la Haganah y algunos responsables del
kibutz. El silencio de los asistentes permitía que la voz de Ben Gurion, que se
proyectaba desde una radio en el centro, llegara con total nitidez hasta mí:
“Apelamos en medio del ataque
emprendido contra nosotros desde hace meses a los habitantes árabes del pueblo
de Israel para que conserven la paz y participen en la construcción del Estado.
Extendemos nuestra mano a todos los Estados vecinos y a sus gentes y ofrecemos
paz y buenas relaciones, y apelamos a ellos para el establecimiento de puntos
de cooperación y ayuda mutua con el pueblo judío establecido en su propia
tierra. El Estado de Israel está dispuesto a hacer todo lo posible en un
esfuerzo común para el progreso de Oriente Próximo. Apelamos a todo el pueblo
judío de la Diáspora para que colabore junto con los judíos de Eretz-Israel en
la labor de inmigración y de construcción y para que estén unidos a ellos en la
gran lucha por la realización del sueño de los tiempos de la redención de
Israel. Poniendo nuestra confianza en el Todopoderoso, firmamos esta
declaración en esta sesión del Consejo de Estado provisional en la tierra de
nuestro hogar, en la ciudad de Tel-Aviv, en visperas del Sabat del día 5 de
Iyar, 5708.”
Cuando terminó su locución, la locura
se apoderó de todos. Comenzaron a cantar y a bailar en círculos. De pronto,
sentí unos brazos que me arrastraban hacia un corro y estuve a punto de perder
el equilibrio. Mientras giraba vi a mi padre a pocos metros de mí, abrazado a
Menachem, el encargado de la sección 3 del kibutz. Como pude, escapé del corro
e intenté llegar hasta él. En ese momento, el general, que se había subido a
una silla, hizo sonar un silbato. La sala enmudeció de golpe y todas las
cabezas se volvieron hacia él.
- Un minuto de atención, por favor-
dijo, y carraspeó, visiblemente emocionado-. Por primera vez en dos mil años,
el pueblo judío vuelve al lugar del que nunca debió marcharse. Y esta vez lo
hacemos como nación, como hombres y mujeres libres, como israelíes. ¡Cómo
hombres y mujeres libres, sí! Tenemos mucho que celebrar, pero no podemos
olvidar los peligros que acechan en el horizonte. Sé que todos conocéis bien
cuáles son, no voy a repetirlos ahora. Esta noche sólo debe correr el vino, no
el miedo –hizo una pausa, como si buscara las palabras para continuar–. Sin
embargo, no he venido hasta aquí para repetir lo que David Ben Gurion acaba de
decir. Nuestra recién nacida patria necesita defenderse. Mañana, no os quepa
ninguna duda, los árabes cumplirán su amenaza y nos declararán la guerra.
Necesitamos hombres para que a este 14 de mayo, primer día de nuestra historia,
le sigan un millón más. Necesito cincuenta voluntarios con adiestramiento
militar para partir mañana. Los que estén dispuestos a luchar, que den un paso
al frente –concluyó con tono grave mientras se ajustaba el cinturón.
Durante algunos segundos, todos
permanecimos en silencio. Poco a poco, algunos jóvenes comenzaron a avanzar
desde la parte trasera. Uno de los chicos que trabajan conmigo en la plantación,
situado a mi lado, se dispuso a avanzar pero su madre le agarró del brazo,
suplicándole que no lo hiciera. El chico, que se llamaba Ahuv, se volvió, la
besó en la mejilla y se desprendió de su mano, mientras su madre rompía a
llorar. El aire se llenó de una emoción indescifrable, en la que se mezclaban
la alegría por la independencia recién adquirida y la angustia por el futuro,
que se dibujaba incierto. A nuestro pueblo las alegrías siempre le han durado
poco.
Me mantuve al margen. No quería dejar
solo a mi padre, aunque estoy seguro de que si hubiera dado un paso al frente,
como pedía el general de la Haganah, no habría intentado detenerme. La sensación
de soledad y pérdida que le acompaña desde que murió mi madre, hace cinco años,
no había hecho otra cosa que aumentar. Sabía que me necesitaba, pero su
carácter le impedía reconocerlo. Era un hombre orgulloso, y también débil, la
peor de las combinaciones. Noté su mirada clavada en mí, pero no quise
devolvérsela. Uno tras otro, fueron llegando los voluntarios hasta las primeras
filas. Ninguno superaba los veinticinco años. Cuando vi a Yed entre ellos, se
me anudó la garganta. “¿Qué estás haciendo, Yed?”, pensé. Ni siquiera sabía
disparar un fusil correctamente. Desconocía el funcionamiento básico de las
armas ligeras y su carácter era totalmente opuesto al que un soldado debía
poseer. Era incapaz de aceptar órdenes. Siempre que realizábamos maniobras
militares, en los alrededores del kibutz, avanzaba antes de tiempo hacia las
líneas enemigas ficticias, desobedeciendo al sargento, que le recriminaba su
falta de disciplina. “Si esto hubiera sido una combate real, ahora mismo
estarías muerto”, le espetó el sargento
una vez. Él se rió, mirando para otro lado, y respondió: “Disculpe sargento,
pero los que tienen miedo a la muerte, mueren más rápido”. No sé si achacar su
comportamiento a la valentía o a la temeridad. Posiblemente, era más bien por
lo segundo.
Era mi mejor amigo. Nuestros padres
eran vecinos desde que llegaron al kibutz, en 1927. Yo nací en 1930 y Yed un
año más tarde, por lo que compartimos juegos desde pequeños. Nuestro pasatiempo
preferido era correr entre los árboles hacia las torres defensivas que se
alzaban en los límites de la plantación. Les tirábamos naranjas a los soldados,
como si fueran granadas, mientras ellos imitaban el sonido de los fusiles con
la boca. Jugamos a ser soldados durante un tiempo, hasta que la guerra se
convirtió en una realidad cuando comenzaron los primeros ataques de los árabes
contra nuestro kibutz. Eso fue hace unos ocho años. Tres años después, murió mi
madre y, con ella, mi infancia. Mi familia y la de Yedid perdieron el contacto
cuando mi padre se recluyó en sí mismo, pero yo continuaba buscando la compañía
de Yed. Desarrollé un miedo terrible a la soledad, quizás porque veía los
efectos que ésta había causado en mi padre. Cada vez más aislado, más solo, mi
padre pasaba las noches tumbado en el sofá, mirando al techo. Apenas comía. Las
noticias que comenzaron a llegar desde Europa, de donde mi madre y él habían
salido a mediados de los años veinte, sobre el genocidio judío agravaron su depresión.
En apenas tres años perdió veinticinco kilos. Sólo recuperó las ganas de vivir
cuando los rumores sobre una posible partición del territorio del mandato
británico de Palestina comenzaron a circular. Fue a finales de 1945. Pocos meses
después, la madre de Yed, Maud, fue asesinada por los árabes en un ataque
contra el autobús en el que se dirigía a Jerusalén para celebrar la Pésaj, la
Pascua Judía. En total, murieron once personas, nueve mujeres y dos hombres. Cuando
murió su madre, Yed se encerró en sí mismo, tal y como hizo mi padre. Yo no me
separaba de él. Pasábamos tardes enteras sentados entre los árboles mirando el
sol ponerse en el horizonte, sin hablar, hasta que sonaba la sirena que
anunciaba el toque de queda en el kibutz y volvíamos a casa. Una vez, mientras
caminábamos de vuelta a los barracones, rompió su silencio para decirme:
“Guibor, ¿qué crees que se siente al matar a alguien?” La pregunta me cogió
desprevenido. Sin mirarle, contesté: “No lo sé. Depende de la situación. Yo
creo que se siente frío. Como si una parte del cuerpo se congelara”. Yedid se
paró ante un manzano y me dijo: “Pero cuando matas a un árabe debe ser
distinto. Seguro que se siente algo parecido a cuando atrapas un gusano dentro
de una manzana y lo aplastas con los dedos, antes de comértela”.
Allí estaba él, erguido ante el
general, con su escaso metro y setenta centímetros y sus sesenta kilos de peso,
su pelo moreno y rizado cubriéndole la frente y su rostro aniñado. Siempre pareció
mucho más joven que yo, aunque apenas le sacaba un año. El general los miró uno
por uno, mientras su cara dibujaba un gesto de satisfacción. Tras unos
segundos, volvió a hablar, dirigiéndose a todos.
- Observad a estos cincuenta jóvenes.
Observad su juventud y sentíos tranquilos. Israel es como ellos. Israel es
joven, y fuerte, y está decidido a luchar y vencer. No hay otra opción –dijo,
bajando de la silla–. Muchachos, partimos mañana al amanecer. Disfrutad esta
noche con vuestras familias. Pronto estaremos camino de Jerusalén.
La gente comenzó a abandonar el salón
mientras el general estrechaba la mano de los voluntarios. Antes de llegar a
donde Yed estaba, se separó del grupo y se escabulló por una puerta al fondo.
Cuando la sala se vació un poco, fui tras él. El calor de la noche primaveral
me golpeó en la cara al salir. Le busqué con la mirada entre los grupos de hombres
y mujeres que bailaban en la explanada frente al portón de acceso del kibutz,
pero Yed no estaba allí. Las luces de emergencia estaban encendidas y las
figuras de los que danzaban en círculos se proyectaban sobre las paredes de los
edificios cercanos, como si todo el kibutz fuera un gigantesco teatro de
sombras.
Me dirigí al campo de manzanos. La
brisa nocturna me dio una tregua al internarme entre los árboles frutales. Tras
caminar unos metros, escuché a alguien golpeando un palo. Cuando mis ojos se
acostumbraron a la oscuridad, entreví la figura de Yed apoyada en el tronco de
un árbol. Me senté a su lado y me ofreció un cigarrillo. Lo fumamos en
silencio, dibujando formas con el humo. De repente, comenzó a reírse. Su risa
rompió la quietud de la noche como un estrépito de platos cayendo al suelo. Le
miré, entre sorprendido y asustado.
- ¿Recuerdas cuando atacábamos las
torres defensivas con naranjas? ¿Te acuerdas de cuando le acerté a un soldado
en toda la cara? Casi puedo escuchar cómo nos insultaba mientras corríamos de
vuelta a casa –dijo, entre toses producidas por el humo del tabaco-.
Miré hacia la torreta. Su silueta se recortaba
en la noche.
- Claro que me acuerdo –respondí-. Pero
tú no le diste, fui yo. Tu puntería siempre ha sido una mierda, Yed. Igual que
tu memoria.
- Ah claro… perdóname Guibor, se me
olvidaba que tú eres el mejor tirador del kibutz –dijo, entornando los ojos-.
Puede que me falte puntería, pero me sobra valor. El valor es mucho más
importante en una guerra que la puntería. De todas maneras, mañana no serán
naranjas lo que arroje, sino granadas. Y las granadas explotan.
Guardé silencio. Los ojos de Yed relumbraban
en la oscuridad.
- ¿Por qué no te has ofrecido
voluntario? ¿Es que tú no odias a los árabes? –preguntó, clavando la mirada en
mí-.
- No odio a nadie –contesté-.
- Yo sí. Odio a todos los árabes y
mañana, cuando los tenga enfrente, voy a matar a todos los que pueda. Mataré a
tantos, que le pondrán mi nombre a calles por todas partes. ¡Yedid Serkin, el
héroe de Jerusalén! –gritó, y comenzó a reír de nuevo-.
- Tu madre no va a volver por muchos
árabes que mates –le dije, mientras me ponía en pie-.
La risa se congeló en sus labios.
Volvió la cabeza y me miró fijamente. Cogió una rama de manzano y se levantó,
acercándose a mí. No le tenía miedo. Ambos sabíamos que en una pelea cuerpo a
cuerpo él tenía las de perder. Situó su cara a escasos centímetros de la mía,
blandiendo la rama.
- No vuelvas a mencionar a mi madre. Si
lo haces, te machaco los huesos –dijo, escupiendo las palabras con ira-. Eres
un cobarde, Guibor. Siempre lo has sido. Igual que tu padre. Este país no
necesita cobardes. Los cobardes como tú sois el cáncer de nuestro pueblo.
Yed le dio la última calada a su
cigarrillo y lo tiró al suelo. Me arrojó el humo a la cara y me sonrió con
desprecio. Dio media vuelta y se marchó hacia los barracones. Desde la
distancia me llegaban los gritos amortiguados de los que festejaban la
independencia. El cielo se cubrió de fuegos artificiales. Me quedé allí
observando las luces amarillas, azules y violetas. El sonido de las explosiones
me recordó el crepitar de las ametralladoras de nuestros ejercicios militares. Pensé
en las palabras de Yed. “No soy un cobarde. Es Yed el que está lleno de odio. Su
odio le va a matar si nadie cuida de él”.
Cuando terminaron los fuegos artificiales
volví hacia los barracones. Cerca del depósito de alimentos había cuatro
hombres. Me acerqué y vi a mi padre y al general de la Haganah entre ellos.
Estaban sentados alrededor de una mesa con un mapa desplegado.
- Este kibutz es un punto estratégico de
vital importancia para el sector norte. ¿Con cuántos hombres contáis para la
defensa? –preguntó, levantando la mirada del mapa-
- Todos los hombres del kibutz han
recibido instrucción militar –respondió mi padre-. Las mujeres entre veinte y
treinta años sin hijos también han sido adiestradas en el manejo de armas
ligeras. Si la situación lo requiriese, ellas también lucharían para defender
el kibutz. Tenemos aproximadamente quinientos hombres y ochenta mujeres
preparados para combatir.
- Pero necesitamos armas y munición
–dijo el que estaba sentado a la derecha de mi padre-.
- No os preocupéis –contestó el
general-. Mañana recibiréis lo necesario para la defensa.
Tosí a la espalda del general. Me
miraron brevemente y enseguida volvieron al mapa.
- Mañana por la mañana partimos formando
tres columnas desde aquí, aquí y aquí –dijo el general, señalando tres puntos
en el mapa-. Las previsiones son que lleguemos a Jerusalén…
- Señor, quería hablar con usted –le
interrumpí.
- Ahora no, Guibor –me cortó mi padre.
El general me miró durante un segundo.
- ¿Este es tu hijo, Theodor? –le
preguntó a mi padre- Dime, muchacho, ¿qué quieres? Tenemos mucho de lo que
hablar aquí –dijo mientras volvía sobre el mapa.
- Quiero ofrecerme voluntario.
El general soltó el lápiz. Se dio la
vuelta y me miró.
- ¿Por qué no lo has dicho antes, en el
salón?
- Tenía dudas –contesté-.
- ¿Dudas? ¿Qué dudas, muchacho?
–preguntó, clavando en mí sus ojos marrones.
- No sé… Dudas.
- Pues este no es el momento de dudar.
Es el momento de actuar. ¿Dónde naciste, hijo?- preguntó-.
- Aquí, en el kibutz –respondí-.
- ¡Un sabra! –se le iluminó la mirada de repente-. Y dime, Guibor… ¿no
quieres vivir en tu propia tierra, sin miedo? ¿No quieres eso? ¿Sabes lo que
significa ser un sabra, muchacho?
- Que he nacido aquí –contesté-.
- No, no, es mucho más que eso, ¡mucho
más! Sabra es el nombre del cactus
que crece en el desierto, en un medio hostil, sin apenas agua, y aún así crece,
robusto y fuerte por fuera, pero con un interior tierno y dulce. Sabra significa amor por la tierra de
nuestros antepasados, la voluntad de luchar por nuestra libertad. Así que no
dudes, muchacho –dijo, mientras me apretaba el hombro-. No dudes.
Mi padre me observaba con un brillo extraño
en los ojos. Los otros dos hombres guardaban silencio. Las palabras del general
no lograron emocionarme ni convencerme más de lo que ya estaba. Yo tenía mis
propias razones para presentarme voluntario y eso me bastaba. Le agradecí su
tiempo al general y pedí permiso para retirarme.
- Descansa, hijo. Duerme bien esta
noche. Partimos al alba. Por cierto… ¿has estado alguna vez en Jerusalén?
- Fui una vez cuando era pequeño, pero no
lo recuerdo bien.
- Lo imaginaba. Cuando veas la ciudad,
cuando la sientas cerca de ti, todas esas dudas se irán. Ya lo verás –dijo,
dándome una palmada en la espalda-. Ahora vete. Tenemos que seguir hablando
aquí.
La mirada de mi padre y la mía se
cruzaron un instante. Sentí una corriente de electricidad recorriéndome la
espina dorsal. Sólo duró un segundo,
pero noté en el brillo extraño de sus pupilas el amor que no había
sabido demostrarme, su miedo mezclado con orgullo, su soledad, su tristeza, su
terrible indefensión. En aquel momento mi padre se mostró ante mí como un
hombre asustado y pequeño, pero un hombre, al fin y al cabo, educado para no
exhibir ni hablar de sus miedos.
Aquella noche apenas pude dormir.
Estuve horas dando vueltas en la cama, mirando al techo, intentando no pensar
en lo que me esperaba. Escuchaba el tic tac del reloj situado sobre mi cabeza.
Las manecillas del reloj se arrastraban con lentitud. Los minutos parecían
horas. Ya de madrugada escuché el sonido de la puerta cerrarse. Mi padre subió
las escaleras y comenzó a caminar por el piso superior. Escuché como abría un
cajón. Mi habitación estaba en penumbra y pude advertir la figura de mi padre
entrando. Permaneció unos segundos allí, de pie, sin moverse. Yo estaba tumbado
de costado, mirando hacia la ventana. Podía oír su respiración pesada.
- Guibor –susurró-. Guibor, ¿estás
despierto?
Guardé silencio. Se acercó hasta el
borde de la cama. Cerré los ojos con fuerza. Sentí su mano posándose sobre mi
hombro. Me agitó con suavidad y volvió a decir mi nombre.
- Guibor.
Pero no contesté. El sonido de sus
pasos se alejó en dirección a la puerta. Antes depositó algo sobre la mesita de
noche. Salió de la habitación y fue a su cuarto. Lentamente, el ruido de las
voces que venían de fuera se fue apagando y el sonido de los grillos ocupó su
lugar.
II
El camión traqueteaba violentamente por la carretera. El asfalto estaba en muy malas condiciones y los baches
hacían imposible conciliar el sueño. A mi alrededor se amontonaban mis
compañeros del kibutz, sonrientes, compartiendo los pocos cigarrillos y el agua
que nos habían dado. Cantaban y lanzaban vítores cada vez que atravesamos un
pueblo. Su animación contrastaba con mi seriedad. De cuando en cuando, miraba
hacia la parte trasera, donde la lona se abría, y observaba el convoy, apenas
diez vehículos destartalados, que con toda seguridad se habían empleado para
labores agrícolas hasta ese día. “Aquí está el precario ejército judío, el que
va a crear la nación israelí”, pensé. Deslicé la mano por el fusil que nos
habían dado antes de subir a los camiones. Parecía nuevo. La madera de la
culata estaba pulida y el acero del cañón brillaba. Pensé que los hombres
diseñan con más precisión aquello que sirve para arrebatar la vida que para
mantenerla. Comencé a montar y desmontar el fusil. No conocía su funcionamiento
y no quería que se atascara en el momento menos oportuno.
No había visto a Yed desde que
montamos en los camiones. El convoy pasó por nuestro kibutz al salir el sol. Los
camiones se situaron en fila en la explanada principal y nosotros, los
cincuenta y un voluntarios, frente a ellos. Busqué a Yed con la mirada mientras
el general de la Haganah nos nombraba uno por uno, asignándonos un batallón. Él
fue de los primeros en ser nombrados. Le entregaron un fusil y un uniforme de
color verde claro. Unos minutos después, hicieron lo mismo conmigo. Antes de
subir a los camiones, el general nos dirigió unas palabras de aliento.
- Soldados de Israel, hoy nos dirigimos
a luchar por nuestro derecho a vivir en la tierra de nuestros antepasados como
una nación libre. Ahora formáis parte de la Haganah y pertenecéis a la Brigada
Harel. Pronto formaréis parte de la Historia cuando logremos nuestro objetivo
de mantener Jerusalén bajo dominio judío. Y lo lograremos, no lo dudéis ni un
instante, pues tenemos no sólo armas y hombres, sino esperanza, determinación y
coraje. Luchamos por lo que es nuestro, por nuestro derecho inalienable a vivir
en paz. Y a vosotros –continuó, mirando a los miembros del kibutz situados a
nuestra espalda-, padres, hermanos, esposas y amigos de estos jóvenes, os digo:
no tengáis miedo, volverán, y cuando lo hagan, lo harán como hombres libres, ¡y
vuestra libertad vendrá con la suya! –exclamó, alzando su pistola-.
El kibutz irrumpió en un grito
unánime. Mi padre no estaba allí, en la explanada. Cuando salí de casa, la
puerta de su habitación estaba cerrada. Yed miró en mi dirección y arqueó las
cejas, sorprendido de verme. Le devolví la mirada antes de subir corriendo al
camión. “No soy un cobarde, Yed. Cuando te traiga de vuelta a casa sano y
salvo, lo entenderás”, pensé, mientras el camión arrancaba.
El convoy se detuvo en otro kibutz
para recoger a más voluntarios. Allí nos instruyeron en el manejo de los nuevos
fusiles. Eran fusiles checos, los ZB vz. 98N, que la Haganah había adquirido de
forma clandestina en los meses previos a la independencia. No tuvimos tiempo de
hacer prácticas de tiro: marchábamos contrarreloj hacia Jerusalén. Tras media
hora, regresamos a los camiones.
- He oído que en el sur de Jerusalén
combaten desde hace días –dijo uno de mis compañeros, mientras se secaba el
sudor de la frente-.
- ¿Crees que nos envían allí? –preguntó
otro-.
- No lo sé, pero mi padre dice que la
Legión Árabe jordana está atacando la zona. Así que sí, es posible.
- ¿La Legión Árabe? Nunca había oído
hablar de ella. Pero no importa; con Legión o sin ella, acabaremos con esos desharrapados
–dijo el que estaba a mi lado.
- La Legión Árabe jordana es el mejor
cuerpo de ejército de Oriente Próximo –dije, rompiendo mi silencio-. Están
comandados por militares ingleses, tienen el mejor armamento de todos los
ejércitos árabes, aviones, carros de combate y han luchado en más de tres
guerras, sin perder una sola batalla. Ten más respeto por tus enemigos –dije,
dirigiéndome al chico situado a mi lado-. Si les pierdes el respeto, pierdes la
concentración, y si pierdes la concentración, te matarán.
Todos me miraron fijamente. El
silencio se instaló entre nosotros. Durante algunos minutos sólo escuchamos el
sonido del motor, luchando por subir las cuestas que conectan Galilea con los
alrededores de Jerusalén. El sol estaba en lo más alto de su trayectoria y el
calor era insoportable dentro del camión. Paramos en otros kibutz, donde más
jóvenes se unieron al convoy y recogimos agua y municiones. Con los nuevos
reclutas, el ambiente de tensión que mis palabras habían dejado entre mis
compañeros se disipó. Volvieron a reír y cantaron canciones. Pero yo no.
Busqué en el bolsillo de mi guerrera
la fotografía que mi padre había dejado en la mesilla la noche anterior. Allí
estábamos los tres. Mi padre me tenía sobre sus hombros y mi madre me agarraba
las manos. Sonreían. Mi madre llevaba un vestido color crema largo y sin mangas
y mi padre una camisa de botones. Esa fotografía era lo único que sobrevivía de
aquellos tiempos. La miré unos segundos, tratando de recordar la voz de mi
madre, su risa, su forma de cortar el pan el Sabbath. Ella estaba allí,
sonriente, tan joven, tan cerca, al alcance de mis dedos. Pero estaba muerta.
Mi padre, en cierto modo, también. Y yo quizás lo estuviera al final del día.
El camión aminoró la velocidad. Cuando
se detuvo completamente, un oficial abrió la portezuela trasera del camión y
nos ordenó que bajáramos. El aire caliente que provenía del desierto me dio una
bofetada en el rostro y pasaron unos segundos hasta que pude acostumbrarme a la
luz del sol. El sonido de un bombardeo distante nos dio la bienvenida a la guerra.
Estábamos en una especie de campamento improvisado, compuesto sólo por algunas
tiendas de campaña entre las que se movía sin cesar una multitud de soldados y
oficiales.
- ¿Dónde estamos? Esto no es Jerusalén,
señor –preguntó uno de mis compañeros al oficial que nos había ordenado bajar-.
- Estamos quince kilómetros al oeste.
Jerusalén está siendo atacada por la Legión Árabe. Por el momento, permaneceréis
aquí, hasta que decidamos donde se necesitan refuerzos –contestó el oficial-.
- Lo sabía, mi padre tenía razón –musitó
el chico a mi izquierda, mirando al suelo-.
- Tratad de descansar un poco, comed
algo, dormid si podéis –nos indicó el oficial-. Os necesitamos frescos.
Estuvimos allí casi una hora. Nos
sentamos en el suelo, protegiéndonos del sol tras los camiones. Éramos
aproximadamente doscientos, diseminados en pequeños grupos. Decidí buscar a
Yed. Me levanté y fui grupo tras grupo hasta que di con él. Estaba junto a
cinco chicos más, recostado sobre una caja de municiones con el fusil en el
pecho, la guerrera desabrochada y mirando fijamente al frente. Estaban escuchando
las noticias en un transistor. Me acerqué hasta él, pero ni siquiera me miró.
La voz del locutor se alzó sobre el ruido de los camiones que iban y venían,
adoptando de repente un tono grave.
- Esta mañana, la Brigada Éxodo,
compuesta por ciento cincuenta hombres supervivientes de la Shoah y recién
llegada de Europa, ha resistido durante cuatro horas el ataque de más de mil
jordanos en los alrededores de Jerusalén. Han resistido hasta el último hombre,
el tiempo suficiente para que la llegada de los refuerzos permitiera mantener
la posición, de vital importancia para la conquista de la ciudad. Soldados de
Israel, que el coraje de estos héroes os guie en nuestra guerra de liberación
nacional. La esperanza de todo un pueblo está en vuestras manos.
Al terminar su alocución, comenzó a
sonar la Hatikvah, el himno de Israel. Al escuchar los primeros acordes de la
música, los grupos de soldados cercanos enmudecieron. La solemnidad del himno
electrizó el ambiente, llenando algunos ojos de lágrimas. Miré a Yed, y esta
vez sí me devolvió la mirada. En sus ojos no había ninguna emoción, ni un
atisbo de devoción ni patriotismo.
- Cualquiera puede morir por una causa.
A mí no me impresiona la muerte de esos hombres, no eligieron morir. Pensar que
alguien se convierte en héroe por el hecho de morir en una guerra es una
simpleza –dijo, negando con la cabeza-. No, eso no es ser un héroe. Ser un
héroe consiste en matar a tus enemigos. Los héroes están vivos porque han
matado. Los héroes muertos no son héroes. Son muertos. Nada más.
- Y tú vas a ser un héroe.
- Ya te lo dije ayer. El héroe de
Jerusalén. Le pondrán mi nombre a calles, ¿sabes por qué? Porque estoy resuelto
a matar. Y más te vale que tú también lo estés, o morirás como ellos –dijo,
señalando a la radio-.
- Sé cuidar de mí. Y también sabría
cuidar de ti, si llegara el caso.
- Preocúpate de ti. Sé arreglármelas
solo. Ni siquiera sé por qué has venido. Ni siquiera tú lo sabes.
En ese momento escuchamos un silbato.
Era la señal. Nos levantamos rápidamente del suelo, cogimos nuestras armas y
formamos frente a los camiones. El oficial de antes volvió. Con expresión
seria, se paseó ante nosotros, con los brazos a la espalda, como evaluando
nuestra aptitud para el combate. Más que soldados, parecíamos ovejas esperando
nuestro turno ante el matarife. Con voz potente, nos ordenó que subiéramos a
los camiones. Uno de los chicos preguntó que a dónde nos dirigíamos. “Sector
oriental de Jerusalén”, respondió el oficial con sequedad. Mis temores se
hacían realidad. Íbamos al matadero.
De nuevo en los camiones, mis
compañeros ya no se reían ni cantaban. El sonido de las bombas que escuchábamos
en la distancia no dejaba espacio para
la alegría. A medida que nos acercábamos hasta nuestro destino, el estruendo
del bombardeo se hacía más potente. Algunos de mis compañeros miraban al suelo,
agarrando el fusil con fuerza. Otros fumaban sin parar, cigarrillo tras
cigarrillo, expulsando el humo con vehemencia. Yo repasaba mentalmente los
ejercicios militares en el kibutz. Recordé las palabras del sargento que nos
instruyó sobre la importancia de correr en zigzag para esquivar las balas de
los francotiradores. La Legión Árabe, contra la que íbamos a combatir en pocos
minutos, tenía los mejores tiradores de todo Oriente Próximo. Me aterraba la
perspectiva de morir sin posibilidad de defenderme.
De pronto, el camión viró bruscamente
hacia la izquierda lanzándonos a todos contra el lateral. Me golpeé la cabeza
contra una barra de hierro y pude sentir la sangre bajando por mi cuello.
Escuchamos una explosión cercana y el conductor apareció en la parte posterior
del camión.
- Bajad de los camiones, estamos bajo
fuego enemigo. ¡Rápido! –gritó, haciendo aspavientos con las manos-.
Un proyectil había impactado en uno de
los primeros vehículos del convoy, reduciéndolo a chatarra. Corrimos a
protegernos en los bordes del camino, tras un terraplén. Todo se llenó de humo
y podía sentir el polvo entrando en mi boca. Comencé a toser y un sargento me preguntó
que si estaba herido.
- Sólo es una pequeña brecha. Estoy bien
–contesté, secándome la sangre del cuello-.
- Tendremos que hacer el resto del
recorrido a pie. La carretera está bajo el alcance de sus cañones y nos van a
acribillar si seguimos por ella. Esos imbéciles del Estado Mayor no previeron
que los árabes bombardearían cualquier vía de comunicación hacia Jerusalén.
Maldita panda de incapaces –se quejó el sargento, ajustándose el casco-.
Vosotros –dijo, señalando a tres chicos a mi lado-, ¿dónde están vuestras
armas?
- En el camión, señor. No nos dio tiempo
a recogerlas –contestó uno, el más alto-.
- ¿Y pretendéis arrojar piedras a los
árabes? Vamos, volved a por ellas. ¡Ya!
Los tres salieron corriendo hacia los
camiones. Volvieron poco después, con una expresión de espanto en la mirada.
Tras la explosión, la carretera debía ofrecer un espectáculo dantesco. El
camión que había saltado por los aires iba lleno hasta los topes, igual que el
mío. Recé para que ninguno de los chicos que conocía del kibutz fueran en él.
Me sentía tranquilo por Yed, porque su camión iba por detrás del nuestro, pero
le había perdido la pista tras la huida hacia el terraplén. El sargento se puso
en pie, comenzó a caminar hacia una vaguada y le seguimos. Éramos
aproximadamente treinta, andando en fila india. A nuestra espalda el bombardeo
continuaba.
La luz se reflejaba en los cascos de los
soldados que me precedían, que destellaban bajo el sol implacable del mediodía.
Atravesamos una zona entre pequeñas montañas y durante unos minutos sólo escuchamos el sonido de algunos pájaros cantando y
del viento agitando las ramas de los árboles. La guerra pareció alejarse
durante ese tiempo, pero al salir del pequeño desfiladero las bombas volvieron
a hacer crujir el suelo, cada vez más cerca de nosotros. Subimos un montículo
de tierra y Jerusalén apareció ante nuestros ojos, con columnas de humo que se
erguían por todas partes. Nos quedamos unos minutos allí de pie, observando el
brillo de la Cúpula Dorada, apagado por el humo de los edificios que ardían en
los alrededores. No había vuelto allí desde que tenía diez años y fui con mis
padres a conmemorar la Pésaj. Hasta ese momento, pensaba que quizás el general
de la Haganah tuviera razón y que al ver Jerusalén sentiría la llamada de mi pueblo
y las ganas de luchar se apoderarían de mi espíritu. No fue así. Me pareció una
ciudad hermosa, pero no más hermosa que mi kibutz, con sus árboles frutales y
sus prados de hierba. Había cierta majestuosidad en los edificios musulmanes,
pero los colores de la guerra habían conferido al paisaje un halo tétrico. La
Ciudad Santa había sido abandonada por Dios y sólo estaba ocupada por hombres
deseosos de matar a otros hombres. En pocos minutos yo sería uno más de ellos.
Iniciamos un descenso vertiginoso hacia
la parte occidental de la ciudad. Algunos de mis compañeros corrían, animados
sin duda por la visión de la ciudad. El sargento intentó controlar al grupo,
pero fue imposible. Por fin llegamos al punto de reunión. Allí estaba un grupo
de oficiales, que se afanaban frente a una mesa con mapas de la zona y una
radio.
- Señor, soy el sargento Begin. Vengo
con los refuerzos que esperaban para esta mañana.
Un coronel de unos cincuenta años, con
los ojos enrojecidos y aspecto de no haber dormido en cuatro días, se dio la
vuelta.
- ¿Estos son los refuerzos, sargento?
¿Pero qué clase de broma es esta? ¡Son un puñado de críos, por el amor de Dios!
–vociferó, arrojando con violencia el lápiz que sostenía en la mano contra el
suelo-
- No lo sé, señor, mis órdenes eran traerlos
hasta aquí. Nada más.
- ¿Y dónde está el resto? ¿El refuerzo
que llevo dos días esperando consistía en treinta soldados? ¿Cómo pretenden que
defienda Jerusalén con treinta niños? Vuelva por donde ha venido, sargento, y
tráigame el resto de los refuerzos inmediatamente.
- Señor, la carretera ha sido
bombardeada por la artillería jordana y nos hemos dividido. Estoy seguro de que
están al llegar, sólo espere unos minutos…
- ¡No tengo unos minutos sargento! ¡No
tengo un maldito segundo! Tengo un batallón de soldados atrapado en la Ciudad
Vieja desde anoche y necesito enviar refuerzos para mantener el control de
la zona o de lo contrario…
En ese momento, el coronel dejó de
gritar y miró por encima de nuestras cabezas, calándose la gorra para
protegerse del sol. Un grupo de soldados caminaba a paso ligero hacia nuestra
posición. Debía ser el resto del convoy, pero apenas eran cien. Las bajas
producidas por los cañones jordanos habían sido mucho mayores de lo que cabría
suponer. Eso y que presumiblemente algunos de los reclutas habían desertado. No
me extrañó. Tampoco me pareció mal. Incluso les comprendía: no hay nada de
cobarde en correr para salvar la vida.
Al llegar hasta donde nos
encontrábamos, los soldados se dejaron caer, exhaustos, bajo el peso de sus
petates. Yed llegó de los últimos. No parecía cansado, más bien todo lo
contrario. Pasó por mi lado sin detenerse y se situó delante del coronel,
cuadrándose con el fusil apoyado en el suelo. Su porte marcial contrastaba con
el de los demás. El coronel le miró, realizando un gesto de aprobación con la
cabeza y acto seguido se quitó la gorra de la frente, secándose el sudor con
una mano.
- Sargento, realice un recuento de la
tropa –ordenó, con voz seca-.
- Ciento veinte soldados, señor.
- Bien… bueno, peor es nada –suspiró-.
Sargento, ordene que formen en dos filas.
El sargento hizo sonar el silbato,
gritando las órdenes del coronel. Formamos con rapidez tal y como nos
ordenaron. El coronel nos miró y sacudió la cabeza con enfado. Agarró su
cantimplora con dedos crispados y la abrió, llevándosela a la boca. Algunos de
mis compañeros miraban nerviosamente a la izquierda, dónde se levantaban las
murallas de la parte de Jerusalén que aún estaba en manos de la Haganah. Yo
fijé la mirada en un punto indeterminado delante de mí, recordando los consejos
de mi sargento de instrucción del kibutz para evitar a los francotiradores:
“Muévete en zigzag, con carreras cortas. Cúbrete cada diez metros. Evita los
lugares abiertos. Y, sobre todo, no dejes de correr hasta llegar al objetivo”.
- Bien –comenzó-. No sé qué habréis oído
sobre los árabes, pero quiero dejar dos cosas claras. La primera es que estamos
combatiendo contra un ejército profesional, no contra campesinos que no saben
manejar un fusil. La segunda es que estamos en inferioridad, tanto en armamento
como numérica. Desde hace dos días, luchamos para mantener el sector judío de
la ciudad, pero anoche, una ofensiva de la Legión Árabe cortó nuestras
comunicaciones con el batallón que resiste en la Ciudad Vieja. Vuestra misión
consiste, básicamente, en abrir un corredor hacia el barrio judío y mantenerlo
el tiempo suficiente para abastecer al batallón con municiones y víveres. Asegurad
una calle y defendedla a sangre y fuego. Nada más –sentenció, dándose la
vuelta-.
Me fijé en el chico que estaba a mi
lado. Tenía el rostro serio, pero no conseguía controlar el temblor de sus
manos. Cuando se dio cuenta de que le miraba, agarró con más fuerza el fusil.
- Esas son las órdenes –continuó-. Os
dirigiréis a la puerta Dung. Cuando nuestra artillería comience a bombardear
las posiciones jordanas dentro de la ciudad, corred hacia la puerta y no
paréis. Tenemos munición para un bombardeo corto, apenas un par de minutos.
Cuando entréis en la Ciudad Vieja, vigilad los balcones y ventanas. Hay
francotiradores jordanos en los alrededores de las calles del centro del barrio
judío. Entraréis casa por casa y limpiaréis los edificios, hasta que sean
seguros. En ese momento, lanzaréis una bengala. Será la señal para que entremos
con las municiones y los víveres hasta el batallón. ¿Todo claro? Entonces,
vamos, no hay tiempo que perder.
El coronel volvió hacia la mesa donde
estaba el mapa desplegado mientras el sargento que nos había guiado hasta allí
nos ordenaba colocarnos el equipo a la espalda y formar en columna de a dos. El
chico al que le temblaba el pulso vomitó al colocarse la mochila. Le agarré de
la guerrera y le empujé hacia delante. Yed se situó a la cabeza de la columna.
Coloqué el cargador en el fusil y le quité el seguro. El sargento dio la orden
de avance haciendo sonar su silbato. Tuve la impresión de que todo el ejército
jordano nos veía avanzar hacia la muralla. Nos situamos tras un muro y, al oír
el estallido de la primera bomba de nuestra artillería, corrimos hacia la
puerta Dung.
Al atravesar la puerta, comenzaron los
disparos de los francotiradores. Comencé a correr en zigzag hasta una esquina.
El resto de mi batallón entró en la Ciudad Vieja, abriéndose en abanico
mientras buscaban un lugar en el que ponerse a cubierto. Algunos muchachos
cayeron heridos, profiriendo unos alaridos terribles desde el suelo. Un chico a
mi lado intentó socorrer a uno de los heridos, pero otro le agarró por la
espalda, impidiéndoselo. “Es una trampa. Les disparan en la pierna para que
otros acudan a ayudarlos y así poder matar a más. Quédate quieto”. Durante unos
minutos permanecimos a cubierto, mientras escuchábamos los gritos pidiendo
socorro de los soldados heridos. Asomé la cabeza y vi a Yed a unas decenas de
metros de mí, protegido tras un montón de escombros. Me devolvió la mirada.
Amartilló el fusil, lo apoyó sobre los escombros y apuntó hacia las casas desde
las que provenían los disparos. Realizó dos disparos y pude ver como un jordano
caía desde una ventana del tercer piso. Yed se levantó y corrió hacia el
edificio. Otros soldados le siguieron, animados por su determinación. Les
imité, no por coraje, sino por instinto de supervivencia. Las calles que
rodeaban el barrio judío eran una ratonera, y si me quedaba allí escondido era
sólo cuestión de tiempo que me mataran.
Al llegar al portal, me apoyé contra
una pared mientras recobraba el aliento tras la carrera. Cuando mis ojos se
acostumbraron a la oscuridad del corredor traté de avanzar hacia las escaleras.
Al dar el primer paso, escuché un estruendo que provenía del exterior del
portal. Giré la cabeza y miré hacia fuera, y pude ver cómo una granada hacía
saltar por los aires el montón de escombros donde se había protegido Yed unos
instantes atrás. Algunos soldados que corrían hacia donde estaba fueron
alcanzados por la metralla, que los arrojó violentamente hacia atrás. Me quedé
paralizado, incapaz de mover un solo músculo, mientras los que habían
conseguido llegar hasta el portal pasaban por mi lado y comenzaban a subir las
escaleras. Desde los pisos superiores me llegaban los sonidos de los disparos.
Intenté moverme, pero mis piernas no me respondían. Unos interminables minutos
después, escuché un rumor de pisadas que bajaban por las escaleras del bloque
de casas. Yed apareció el primero, con una sonrisa triunfal y el uniforme
manchado de sangre. Pasó por mi lado sin mirarme y se paró en la entrada para
recargar el fusil. Intenté avanzar hacia él, pero mis piernas parecían haberse
convertido en bloques de cemento. El estallido de una bomba a pocos metros de
donde nos encontrábamos hizo temblar la tierra bajo mis pies. Fue suficiente
para sacarme de mi estado de ensimismamiento. Volví a controlar mis piernas y
caminé, con paso vacilante, hacia Yed. Terminó de colocar el cargador y me
dirigió un escueto “Sígueme”. Comencé a correr tras él, pero me temblaban tanto
las rodillas que estuve a punto de caer varias veces. No me avergüenza decir
que sentía miedo.
Traté de calmarme, fijando la mirada
en la espalda de Yed e imitando sus movimientos. Mientras corría, una sensación
de irrealidad se apoderó de mí. Dejé de escuchar el sonido de los disparos, los
gritos de los soldados y en su lugar sólo escuchaba el sonido de mi
respiración. Tuve una percepción agudísima de todos mis órganos internos. Oía,
como aumentado por un millón de altavoces, el bombeo de la sangre por las venas
y los latidos de mi corazón. Un soldado, que se encontraba a unos diez metros
de nosotros protegido tras una esquina, nos hizo señas para que nos
refugiáramos junto a él. Algo llamó mi atención al otro lado de la calle. Tuvo
el tiempo justo para ver una figura que aparecía en la penumbra de un portal.
Levantó su fusil y apuntó en nuestra dirección. Instintivamente, salté hacia
delante, empujando a Yed y arrojándole contra el suelo. Oí un disparo y sentí
un impacto en el hombro, que me derribó hacia la derecha. Intenté levantarme,
apoyando el brazo izquierdo en el suelo, pero en ese momento sentí un pinchazo
de dolor en el hombro seguido por un calor indescriptible, como si un torrente
de lava me atravesara la carne. Me quedé allí tendido en mitad de la calle, paralizado
por el dolor y el miedo, mientras sentía la sangre, viscosa y ardiente, bajar
por mi brazo.
Unos brazos me agarraron por la
pechera y me arrastraron hacia delante. El dolor se esparció por todo mi
cuerpo. El contacto de las piedras contra mi hombro, duras y afiladas, me hizo
gritar. Me pusieron a cubierto tras la esquina y Yed se agachó junto a mí. Miré al cielo mientras jadeaba, tratando de
respirar despacio. Con cada respiración el dolor del hombro se acentuaba. Me
concentré en las nubes lejanas, discurriendo ajenas a todo allá arriba y mi
mente viajó hasta mi niñez, a los días en que recorría de la mano de mis padres
los senderos que circundaban el kibutz, jugando a adivinar las formas de las
nubes. Recordé de pronto la fotografía que guardaba en el bolsillo de la guerrera
e intenté decirle a Yed que la cogiera y evitara que se manchara de sangre,
pero mi boca se negó a articular palabra. Le agarré la mano y se la apreté con
fuerza. Me miró y me dijo algo que no llegué a escuchar. Lo último que recuerdo
son sus ojos, brillantes y oscuros, alejándose cada vez más, hasta que todo se
volvió borroso y mi conciencia se apagó.
III
No sé cuánto tiempo estuve
inconsciente. Me desperté tumbado en un
camastro, en medio de una sala improvisada bajo una lona, en la que se agolpaban
más soldados, heridos como yo. Los
quejidos llenaban la habitación, iluminada tenuemente por el brillo de algunas
lámparas de gas. A mi lado había un chico sentado con un brazo vendado, con la
mirada clavada en algún punto del suelo, murmurando.
- Oye, oye, ¿Dónde estamos? – le pregunté-
- Están todos muertos. Todos muertos. Todos
muertos –repitió, como una letanía-.
- Lleva así horas –contestaron a dos
camas de distancia. El muchacho que había hablado se levantó y se acercó hasta
mi cama-. No te va a contestar nada más que eso. Está en estado de shock. ¿Un tiro limpio?
–preguntó, señalando mi vendaje-
Tenía la cara llena de heridas
producidas por la metralla. La piel se había desprendido de algunas partes,
dejando al descubierto la carne. Una esquirla de metralla le había arrancado la
ceja izquierda, confiriéndole a su cara una expresión grotesca, como de
sorpresa y burla al mismo tiempo.
- No lo sé, espero que sí. ¿Dónde
estamos? ¿Hemos recuperado Jerusalén?
- ¿Cuántas horas llevas durmiendo? –me
contestó con otra pregunta- No lo sabes, ¿verdad?
- ¿El qué no sé?
- Que lo hemos perdido todo. Ese ataque
en el que participamos resultó ser nada más que un ataque suicida, la última
baza de la Haganah en Jerusalén. Creo que todos los que están al mando sabían
que íbamos a fracasar –hizo una pausa mientras se encendía un cigarrillo-. Ha
sido como hacer una visita relámpago al infierno. Conseguimos avanzar cerca del
batallón sitiado, pero una contraofensiva de los jordanos nos frenó en seco.
Comenzaron a llover granadas de todas partes. Yo tuve suerte –dijo, pasándose
los dedos por la cara-, pero dos chicos que iban delante de mí reventaron como
una piñata cuando una granada les explotó encima. Tuvimos que retroceder a toda
velocidad, dejando a los heridos atrás, el armamento, todo.
Me levanté y me dirigí a la salida de
aquella tienda de campaña improvisada.
- ¿Dónde vas? No puedes salir. Tenemos
que esperar aquí, hasta que den la orden de partir.
- ¿Partir? ¿Es que nos vamos? –pregunté,
confuso-
- Se ha declarado un alto el fuego
–contestó-. Hemos perdido Jerusalén. Los heridos volvemos a casa. Si es que
seguimos teniendo casa cuando volvamos –contestó, apurando el cigarrillo-.
- Tengo que buscar a un amigo.
Salí al exterior. Soplaba un viento
demasiado frío para el mes de mayo. Miré a mi alrededor. La luna brillaba sobre
las colinas del desierto de Judea. Las luces de algunas casas titilaban
débilmente a lo lejos, como luciérnagas enfermas. El silencio era sobrecogedor
en el campamento. Me llegó un murmullo de voces tras unas tiendas situadas a mi
izquierda. Avancé hacia allí pensando que quizás alguien podría decirme dónde
encontrar a Yed. Atravesé la última hilera de tiendas y llegué a una explanada
en la que se agolpaba una pequeña multitud de soldados. El brillo de una
hoguera se filtraba entre ellos, proyectando sus sombras grotescamente hacia
atrás. Un rabino estaba situado al frente, entonando el rezo del kadish, la
oración por los muertos. Alcé la cabeza para observar lo que ocurría. Tras el
rabino, filas y filas de cuerpos se extendían sobre el suelo, cubiertos por una
tela negra. Algunos soldados extendían las manos con las palmas hacia arriba,
balanceándose rítmicamente adelante y atrás; otros tenían la cabeza inclinada
hacia el suelo y los ojos cerrados. La voz solemne del rabino se elevaba sobre
el murmullo de la tropa. El último “Amén” del rezo fue repetido por todos,
incluso por mí. Al terminar, mientras la multitud se dispersaba, los minaretes
comenzaron a entonar la llamada a la oración para celebrar su victoria. Los
cánticos de “Alá es grande”, provenientes del interior de la Ciudad Vieja,
llenaron el aire. Era el sonido de nuestra derrota, de su victoria.
Pregunté a dos soldados que se marchaban si
habían visto a Yed. Se lo describí: más bajo que yo, delgado, pelo moreno y
rizado.
- No conozco a nadie así. Pero están agrupando a
los soldados por zonas –me contestó uno- ¿De dónde eres?
- De un kibutz al norte del mar de Galilea –dije-.
- Entonces tienes que ir hacia allí –señaló un
lugar a cincuenta metros, donde había unos camiones alineados-. Los heridos
volvéis a casa, ¿no te has enterado?
- Y los muertos también –añadió otro-.
- ¿Estos no son todos los que han muerto en
combate? –pregunté-
- No, sólo los de la zona de Tel Aviv. Si quieres
buscar a tu amigo, te recomiendo que lo hagas allí, en vuestro punto de
reunión. Que tengas suerte –me deseó el más alto, en voz baja, mientras se
marchaba-.
Los oficiales comenzaron a recorrer las tiendas,
ordenando a los heridos que podían andar que se dirigieran a los camiones. Los
que no estaban heridos ayudaban a los que no podían caminar y cargaban los
cuerpos de los muertos hacia los diferentes puntos de reunión. Me dirigí hacia
donde me habían indicado, buscando a Yed entre los soldados que salían de las
tiendas. Le llamé en voz alta. Otros chicos hacían lo mismo. Algunos tuvieron
suerte y encontraron a quienes buscaban. Los oficiales rompían los abrazos de
los amigos que se reencontraban, separándoles y empujándoles. “En la guerra está
prohibido celebrar la vida; lo único que puede celebrarse es la victoria”,
pensé.
Llegué hasta el punto de reunión. Vi algunas
caras conocidas, aunque pocas. Pregunté a los chicos que reconocí del kibutz
por Yed, pero ninguno le había visto. La herida del hombro comenzó a dolerme de
nuevo. Me senté en el suelo a descansar, rezando por ver aparecer a Yed entre
los que llegaban. En el momento en que traían las camillas con los muertos, los
camiones encendieron los motores. Las introdujeron rápidamente en la parte
posterior de dos de ellos. Era una imagen desoladora. Las manos de algunos cadáveres
se sacudían por fuera de la manta que los cubría, al ritmo del trote de los
camilleros. Conté más de treinta. La perspectiva de volver a ver a Yed con vida
comenzó a ceder ante el peso aplastante de la realidad. Sin embargo, me obligué
a mantener la esperanza unos minutos más. Continué sentado en el suelo,
esperando.
Algunos camiones comenzaron a abandonar el lugar,
llenando el aire de polvo. Las luces de los vehículos que aún aguardaban el
momento de partir chocaban contra el muro de partículas de tierra en
suspensión, que se arremolinaban dibujando formas caprichosas, como hacen las
nubes en el cielo del verano. Las figuras de mis compañeros parecían espectros
errantes tras la cortina de polvo. Era como estar en mundo onírico de
pesadilla, habitado por sombras.
En ese momento, dos figuras se recortaron en la
polvareda. Avanzaban con dificultad, uno apoyado en el otro, a pequeños pasos.
Aunque estaban a menos de veinte metros de distancia no era posible distinguir
de quién se trataba. Sentí una corazonada al percibir la baja estatura de uno
de ellos. Me levanté del suelo y caminé a su encuentro. A medida que nos
acercábamos sentía encenderse la esperanza en mi pecho. Sí, es Yed, tiene que
ser él, pensé. Está vivo. Volvemos a casa.
Al ver el pelo rizado del más bajo, mi esperanza
se convirtió en certeza. Era Yed. Grité su nombre y corrí hacia él. Le abracé
con fuerza, pero Yed permaneció estático, sin devolverme el abrazo. Me separé y
le miré a la cara. Tenían un vendaje sobre los ojos.
- Yed, amigo, soy yo, Guibor. ¿Es que no me
reconoces?
No me respondió. Parecía confuso y desorientado. Pasó
el brazo por el cuello del que caminaba junto a él y trató de avanzar de nuevo.
- Yedid, ¡Yedid! ¿Por qué no me hablas? –grité,
agarrándole por el hombro-
- ¿Le conoces? –preguntó el que le sostenía-
- Sí, es mi mejor amigo.
- No puede oírte –me dijo-. Ni tampoco verte. Le
estalló una granada cerca de la cara. La metralla le vació la cuenca de los
ojos y la explosión le reventó los dos tímpanos. Los médicos han dicho que es
un milagro que siga vivo. Aunque yo no creo que sea un milagro quedarse ciego y
sordo al mismo tiempo.
- No… No puede ser –balbuceé-. Yed, soy yo, Guibor,
¿me oyes? Dime que me oyes – dije, agarrando su mano para que sintiera el tacto
de la mía, pero la apartó enseguida-.
- Es inútil. Todo está a oscuras y en silencio para
él. Ahora vamos, los demás están subiendo a los camiones. No quiero estar ni un
segundo más en este lugar.
Siguieron caminando. Yo me quedé detrás,
observándoles avanzar hacia los camiones. Mis pensamientos se habían convertido
en un magma volcánico que abrasaba cada rincón de mi mente. Permanecí allí,
viendo como se alejaban, incapaz de dar un solo paso. Los gritos de los
soldados anunciando la salida del convoy consiguieron sacarme a duras penas de
mi estado. Seguí los pasos de Yed y me metí en el mismo camión que él. Estaba
sentado en el suelo, con la cabeza recostada contra la tela posterior del
camión. Me coloqué a su lado y le miré el vendaje de nuevo. Tenía heridas por
todas partes. Su labio inferior se había convertido en una línea rojiza
desprovista de carne. Su cara parecía una gigantesca herida, surcada de grietas
sanguinolentas y húmedas.
- Oh Yed… oh, amigo… Yed… Yed… -las lágrimas
comenzaron a correr por mis mejillas-
El camión arrancó con un ruido sordo y se puso en
marcha. Los baches del camino de tierra
provocaron un rumor de quejidos en los heridos, pero no parecían de dolor, sino
de alivio. Estábamos vivos. El dolor nos lo recordaba.
Busqué la mano de Yed. La estreché entre las
mías. No la apartó, como antes. Quizás supo que era yo. Tampoco me devolvió el
apretón. La dejó inerte, abandonada, sin oponer resistencia. Las luces de
Jerusalén se recortaron en la distancia, haciéndose cada vez más pequeñas. Todos
las miramos por unos instantes. Todos, salvo Yed. Él continuaba con la cabeza
apuntando al techo, perdido en la oscuridad y el silencio de sus sentidos. El mundo
de fuera, los colores, las luces, los sonidos, habían dejado de existir para
él. Su mente estaba condenada a circular eternamente entre el odio y la
oscuridad, entre el odio y el silencio. Todos dejamos algo de nosotros en
aquella batalla, pero Yed lo había dejado todo. Yed habitaría por siempre en la
guerra, viviría entre las balas, la metralla, los gritos de dolor y los
muertos. Las risas de nuestra infancia desaparecerían de su memoria con el paso
del tiempo y sólo quedaría espacio para la imagen de aquella granada estallando
ante él. Nada podría reemplazar ya el odio.
El camión siguió su marcha, avanzando por el
desierto, y el aire se puso frío y las últimas luces de Jerusalén se apagaron,
definitivamente, allá a lo lejos.
JAVIER NIX CALDERÓN
1 comentario:
Javi, he intentado mandar este comentario mil veces y no me da, espero que si te llegan no te molestes. Cómo va todo? Te perdí la pista desde que cerré mi Face, salúdmae por favor a Francis, les mando mil abrazos.
P.
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