El gobierno de España está en guerra. Es
una guerra silenciosa, sin tanques, soldados en trincheras o bombardeos. Es una
guerra moderna, táctica y estadística, desarrollada a través de leyes y basada
en el principio de exclusión social. Es fácil seguir las diferentes etapas de
esta guerra: el primer objetivo fueron los parados de larga duración, actualmente
más de tres millones, a los que les rebajaron los subsidios o, en muchos casos,
directamente se los quitaron; el siguiente, fueron los inmigrantes sin permiso
de residencia, que asistieron impotentes a la pérdida del derecho a la Sanidad
pública; el tercer grupo ha sido el de las mujeres, que han visto como la nueva
Ley del Aborto ponía fin a su derecho a decidir sobre su propio cuerpo; el
último, el de los jóvenes emigrantes o “jóvenes aventureros”, en palabras de la
nefasta ministra de Empleo, Fátima Ibáñez, que disfrazó, con tremendo cinismo, una
emigración más cercana al exilio que a la “aventura” que ha alcanzado ya la cifra
de trescientos mil jóvenes. Esta última ofensiva consiste en la exclusión de la
Sanidad pública de los parados que pasen más de 90 días en el extranjero. Quien
más y quien menos, todos tenemos algún amigo o familiar que se ha visto
empujado a emigrar buscando las oportunidades que España niega. O, quizás, como
en mi caso, eres tú ese familiar o amigo. De cualquier modo, todos somos conscientes
del drama que representa para un país que sus jóvenes emigren hacia otras
tierras asediados por la precariedad y la falta de futuro. El drama no es sólo
económico: también lo es social, psicológico y moral. Sobre todo moral, porque un país que obliga a
sus jóvenes a emigrar es un páramo sobre el que no llueve, condenado a
convertirse en un desierto en el que nunca más brotarán flores.
España está en guerra, ¿cabe alguna
duda a estas alturas? Es una guerra de clase que trata de ensanchar aún más la
brecha de una desigualdad que ya se cuenta entre las mayores de Europa, cuyo
fin último es conservar los privilegios de una minoría que ha visto aumentar su
riqueza en un 5,4% sólo en 2012. Para ello, el gobierno no escatima recursos. La
criminalización de la protesta social, enunciada en la llamada “Ley Mordaza”,
es la muestra de que el gobierno es consciente del estado beligerante,
prebélico, de la sociedad española, que ha visto como eran pisoteados y
ninguneados sus derechos laborales, de libertad de expresión e incluso fundamentales,
como demuestran los dramáticos recortes efectuados en Sanidad y Educación. El Partido
Popular, siguiendo la máxima “La mejor defensa es un buen ataque”, ha pasado a
la ofensiva hace tiempo, inoculando el miedo en una sociedad que parece haber
tirado definitivamente la toalla. La peor España, la de los generales y
obispos, la del puñetazo en la mesa, la España que no dialoga, la que manda e
impone, ha vuelto (¿o quizás nunca se fue?) arrojando el disfraz de la democracia
y la justicia social.
Es casi imposible ser joven y pensar
en España sin que acudan a la mente palabras como asco y vergüenza. Incluso a
miles de kilómetros de distancia se siente la fetidez que emana de unas
instituciones carcomidas por la corrupción, el nepotismo y la falta de
transparencia. Parece que España haya entonado el “sálvese quien pueda” y los
ciudadanos, sin esperanza, no tengan otro objetivo que el de que la crisis no
les roce, o no demasiado. Todos hemos perdido algo por culpa del
neoliberalismo, desde luego, pero lo que nunca debemos perder, lo que no nos
podemos permitir perder, es la esperanza. Es la esperanza lo que nos mantiene
calientes cuando arrecia el frio de la injusticia. España, en ese sentido, está
viviendo una era glacial. Una ola de frio neoliberal recorre España, alimentada
desde las gargantas de políticos sin entrañas, falsos intelectuales y empresarios
sin escrúpulos. Pero, ¿y qué haremos sin esperanza? ¿Resignarnos al frío
eterno, abrigándonos al calor de la solidaridad familiar? Ya existen casi dos
millones de familias con todos sus miembros en paro. ¿Qué deben hacer ellos?
¿Convertirse sin rechistar en el lumpenproletariado de España, abocados a
empleos temporales de baja cualificación? ¿Consagrar su vida a la inestabilidad
laboral, a la precariedad, a recoger las migajas de un progreso del que son
sistemáticamente apartados? Desde luego que no.
Si eres joven y emigrante, o joven y
desempleado, formado o no, quizás sientas las mismas cosas que yo. España duele
mucho y provoca náuseas. Pero se esconde un mundo lleno de oportunidades tras
el asco y la vergüenza. Muchos nos hemos visto obligados a dejar atrás a
nuestras familias y amigos, nuestras casas, nuestros sueños e ilusiones para
comenzar de cero en otro sitio. Muchos, estoy seguro, tenemos que lidiar a
diario con la trampa de la nostalgia, con el impulso de volver, con ese engaño
del “en España no se está tan mal”. Pero nos fuimos. Emigramos, llevando a
cuestas ese asco y esa vergüenza, esa decepción permanente que es España, y
buscamos otros horizontes con algo más de luz, esa luz que España debió
ofrecernos pero que no quiso, o no supo, darnos. Ahora, bajo esa luz, tenemos
la obligación de superar el asco y la vergüenza de España. Hay otra España,
oculta bajo los jueces que ordenan desahucios y la policía que reprime
manifestaciones, escondida de los políticos corruptos y su canalla servil. Esa
España, que alumbró la Segunda República mientras Europa entera sucumbía ante
el fantasma del fascismo, sigue respirando en algún lugar. Yo siento su
respiración en las voces de todos aquellos que claman por la justicia; la
siento en las conciencias de los jóvenes que sufrimos este exilio económico mal
llamado emigración, que recuperamos lenta pero inexorablemente la conciencia de
clase que nos arrebató la falsa promesa del consumo de masas. Siento esa
respiración. Está ahí, circulando de voz en voz, luchando por salir a la
superficie, convirtiéndose despacio en el viento del cambio.
Nosotros, los que nos fuimos de España,
tenemos una oportunidad única para aprender las cosas que nos hacen libres. Ser
emigrante es una escuela vital perfecta para acercarnos a los otros, conocer
otras lenguas y culturas, sentir lo que han sentido tantas personas a lo largo
de la historia al tener que dejar su hogar para embarcarse rumbo a lo
desconocido. Nuestra emigración, nuestro exilio económico, el drama de la
juventud española, es también el momento perfecto para crecer por dentro, algo
que resulta casi imposible en la España de hoy. Y tras estos años de
emigración, de exilio económico, si volvemos, hagámoslo con los sentidos
llenos de otros mundos, de otras gentes, de otros colores, sabores y olores.
Llenos de vida, con el viento de la libertad circulando por nuestros pulmones,
para así poder insuflar aliento a la España que todos queremos: la España
libre, plural, justa y verdaderamente democrática, sin Borbones ni políticos
arribistas y corruptos.
España puede cambiar. Debe cambiar. Que
no nos asusten los ataques del gobierno. Pueden quitarnos el derecho a la
Sanidad tras 90 días fuera de España, pero lo que nunca podrán arrebatarnos es
la esperanza, la ilusión de volver y regenerar España para que no se convierta
en un desierto sin flores, sino en un valle verde, luminoso y fértil, con
espacio para todos.
JAVIER NIX CALDERÓN
La fotografía de la manifestación tiene Copyright de Juan Carlos Lucas.
No es una guerra solo española es la 3°guerra mundial que como siempre la han empezado los alemanes esta vez sin armas, económica y es peor que las anteriores
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