Cuando Cristina Cifuentes se convirtió
en presidenta de la Comunidad de Madrid, pareció que olvidábamos quién era esa
mujer de melena rubia, mirada astuta y apariencia moderna que nos pedía su voto,
allá en mayo de 2015, desde los cárteles y marquesinas de Madrid. El Partido
Popular realizó una extraordinaria campaña de marketing político para adecentar
la imagen de una candidata que unos años atrás había escrito una de las páginas
más negras de la historia de nuestra comunidad. El Partido Popular habló de
regeneración en sus filas, de relevo generacional, de cambio de actitud, de nuevo proyecto
político. Cristina Cifuentes se convirtió en pocos meses en la candidata del
cambio en un partido instalado en el inmovilismo político, que ha hecho de la
inacción su herramienta de gobierno.
Nos vendieron la imagen de una mujer
moderna, con ideas frescas, más mesurada y ecuánime, con predisposición al
diálogo y al pacto. Una mujer fuerte, independiente, que circulaba en moto por
Madrid, con tatuajes (hasta cinco, según ella confesó). Una mujer que
sobrevivió a un grave accidente de tráfico cuando circulaba con su moto por el
Paseo de la Castellana (sin ITV y por un carril prohibido). Una mujer que copó
portadas de revistas de moda y tendencias, que hacía gala de un “espíritu
rockero”, que llegó a definirse como “agnóstica, republicana y defensora del
matrimonio homosexual”. Quizás Cristina Cifuentes representa mejor que ninguna
otra la esquizofrenia de un Partido Popular capaz de sacrificar sus más rancios
valores con tal de mantener el poder. O quizás es la introductora de ese
nihilismo neoliberal que el Partido Popular ha comenzado a mostrar en los
últimos años.
Quizá la desinformación con la que nos
bombardeó la prensa en aquellos meses de 2015 haya borrado de nuestra memoria
colectiva quién es realmente Cristina Cifuentes. Pues bien. Cristina Cifuentes
era la Delegada del Gobierno en Madrid durante las manifestaciones que tuvieron
lugar en Madrid durante el verano de 2012. Fue la responsable última de la
brutal carga policial en la manifestación del 25-S. Yo estaba allí. Observé a
los antidisturbios cargar y emplearse con más brutalidad de la que nunca había
visto antes. Para quien no lo recuerde, los vídeos de aquel día se encuentran
en YouTube. Antes de comenzar la carga, un grupo de encapuchados se situó ante
los antidisturbios y comenzaron a golpearlos con unos sospechosos banderines
rojos. Según se supo después, era la señal para el comienzo de la carga. Se
dijo, y creó en esta teoría, que eran infiltrados de la policía cuya labor era
reventar la concentración para provocar la carga de la UIP (Unidad de
Intervención Policial). Quien haya acudido a una manifestación, sabrá que las
banderas rojas de plástico barato no suelen abundar, y que son otros los
símbolos que los grupos llamados antisistema utilizan. Tras esto se desató el
caos. Los antidisturbios, enfurecidos, cargaron por todo el Paseo
del Prado. Aquella noche nos dejó imágenes memorables, como la del camarero que
se situó ante la puerta de su negocio extendiendo los brazos, impidiendo que
los policías entraron en su local. En su frenesí, los antidisturbios llegaron
hasta la estación de Atocha, entrando hasta los andenes y golpeando a todos los
que encontraron a su paso: viajeros, personas en silla de ruedas, simples
paseantes. Llegaron a intimidar a periodistas, exigiéndoles que entregaran los
rollos de película e incluso destruyeron partes de las cámaras fotográficas.
No voy a caer en maniqueísmos ni en la
tentación de describir a la UIP como asesinos a sueldo o demonios sedientos de
sangre. Comprendo la tensión que se siente en una batalla campal, pues estuve
allí y temblé de ira e indignación. Tampoco eximo de culpa a las unidades de la
UIP. Los Pumas y Camel, acantonados en
la comisaría de Moratalaz, adonde llevaron a los detenidos de aquella
manifestación del 25S, no se distinguen por su respeto a los ideales
democráticos. Aquella comisaría fue la misma a la que llevaron a los detenidos
en la manifestación del 15M de 2011, quienes relataron malos tratos, incluidos
golpes tras la detención, comentarios homófobos, amenazas, negación de
asistencia médica y alteración de los ciclos del sueño. Pero la responsabilidad
de la violencia empleada por la UIP pertenece, en última instancia a la
entonces Delegada del Gobierno, Cristina Cifuentes. Fue una actuación policial
que responde a su filosofía política: ““Cuando
digo: ‘si sacas la pistola es para disparar’, quiero decir que no amagues si no
vas a dar”. ¿A esto se referían los medios cuando aludían a su “espíritu
rockero”? Aquel día, los antidisturbios no amagaron. Dieron, y dieron muy duro.
Esta es Cristina Cifuentes. Ayer, nos enteramos por la
prensa de que había sido implicada en irregularidades en la adjudicación, en
2009, del contrato de comedor y cafetería del edificio de gobierno autonómico
al Grupo Cantoblanco, propiedad del expresidente de la patronal madrileña,
Arturo Fernández. El mismo empresario que había financiado al Partido Popular
con 160.000 euros en la campaña de 2007, en cuyas elecciones obtuvo una mayoría
aplastante. La verdad es como un caracol: camina despacio, pero avanza y deja
rastro. Más tarde o más temprano, la mentira sale a la luz. Es imposible
ocultarla indefinidamente. Aunque la indignación ya no recorra las calles y
haya tomado la forma de discurso político en el Parlamento, no podemos olvidar
aquellos días de miedo y vergüenza, ni los nombres propios que hicieron de
Madrid la ciudad del asco y la ignominia. No pedíamos más que justicia y
dignidad y respondieron a nuestras exigencias con ira y porras. Cristina
Cifuentes no es la renovación, ni la apertura a la modernidad ni al diálogo: es
el maquillaje barato del partido más corrupto de la historia de España, que a
duras penas puede ocultar la podredumbre de sus siglas y su total falta de
escrúpulos. Toda la modernidad de Cifuentes se resume en conducir motos por la
Castellana mientras baila al son del rock duro, del rock duro de la corrupción.
JAVIER NIX CALDERÓN
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