Hace poco más de dos siglos, Francisco de Goya pintaba uno
de los cuadros más importantes de la Historia del Arte. Tal día como hoy del
año 1808, las tropas francesas fusilaban a los patriotas españoles que habían
participado en el levantamiento popular del 2 de mayo contra la invasión
napoleónica. Su cuadro Los Fusilamientos del 3 de mayo ha
quedado como el testimonio pictórico de uno de los acontecimientos históricos
más relevantes de la historia de nuestro país. Es una pintura diseñada para
impresionar. No solo por su tamaño, de aproximadamente 3 de metros de largo y
alto, sino por la crudeza de la imagen reflejada. Su potencia visual lo ha
convertido en una de las mejores radiografías de la brutalidad de la guerra.
Recapitulemos. El día anterior, el 2 de mayo, los
madrileños observaron como la familia real era sacada de palacio en dirección a
Francia. Los que presenciaron la escena en la Plaza de Oriente comenzaron la
revuelta. Se lanzaron contra los coraceros franceses que protegían el convoy
real. Pronto, la noticia recorrió la ciudad, electrizando el ánimo ya de por sí
soliviantado de los madrileños. En aquel momento exacto, el país entero fue
consciente de la ocupación francesa. Los madrileños, de forma totalmente
espontánea, corrieron por las calles de Madrid organizando la resistencia
popular contra el ejército de Napoleón. Dos puntos cobraron especial relevancia
en el levantamiento: la Puerta del Sol y el cuartel de artillería de Monteleón,
situado en lo que hoy es la plaza de Manuela Malasaña. El pueblo enfurecido se
lanzó contra los soldados franceses armados con navajas y los pocos trabucos
que habían conseguido reunir. El general Murat, encargado del ejército de
ocupación, envió a los mamelucos, un cuerpo de ejército reclutado en Egipto. La
lucha en la Puerta del Sol entre estos y los madrileños fue fielmente retratada
por Goya en su archiconocido La carga de los mamelucos en la Puerta del Sol. La
violencia dialéctica del combate entre los mamelucos y los madrileños se
refleja en los cuerpos acuchillados de los soldados, en los rostros
desencajados por la ira, en la multitud que se agolpa de fondo, mientras los
edificios de la Puerta del Sol delimitan la escena creando una atmósfera
claustrófobica, opresiva. No resulta difícil imaginar el ruido de los sables,
los relinchos angustiados de los caballos heridos, el griterío ensordecedor de
la multitud cargando contra el ejército francés. Es la guerra, y la guerra se
revela por fin despojada de épica y heroísmo. No hay banderas, pendones o
símbolos militares. Solo hay muerte. Ni siquiera podemos percibir el espíritu
patriótico de la revuelta. Solo la sangre, el polvo suspendido en el aire, los
cadáveres, el cielo ennegrecido.
Los combates se sucedieron a lo largo de toda la mañana en
diferentes puntos de Madrid. El general Murat dio la orden a los 20.000
coraceros franceses apostados en la ciudad de aplastar la rebelión. A primeras
horas de la tarde, el levantamiento popular había sido sofocado. Se dio la
orden de apresar a cualquier madrileño que se encontrara con armas en su poder.
El número llegó a 3.000. Fueron recluidos en cuarteles a la espera de la
decisión del Estado Mayor Francés. Aunque hubo fusilamientos espontáneos esa
misma tarde del 2 de mayo en la zona de Recoletos y el Salón del Prado, en lo
que hoy sería la plaza de Cibeles, la orden de los fusilamientos masivos llegó
esa misma noche.
Los madrileños presos fueron tomando conciencia de su
situación a lo largo de la noche. Ya de madrugada, largas hileras de
prisioneros se encaminaron hacia la montaña del Príncipe Pío, situada en el
punto exacto en el que hoy se levanta el Templo de Debod. Los fusilamientos
comenzaron aproximadamente a las 4 de la mañana. Este es el momento elegido por
Goya para mostrar la brutalidad de la guerra en toda su dimensión. Francisco de
Goya pinta la obra que, sin género de dudas, le convertirá en inmortal.
Lo primero que llama la atención del cuadro es la
perspectiva desde la que se nos presenta la imagen. La acción ocurre frente a
nosotros, como si alguien agachado, que se ha arrastrado por algún camino
cercano, se ocultase entre las sombras para presenciar la escena. Pero, ¿quién
ese testigo? ¿Quién se agazapa en la noche para contarnos el horror de los
fusilamientos? ¿Es Goya, que ha acudido a la zona para observar lo que ocurre?
No. El testigo somos nosotros. Ante nosotros se desarrolla la escena, un
fotograma eterno de la tragedia colectiva de la guerra. Los prisioneros forman
una hilera. En ellos se nos muestran los tres estadios de la experiencia humana
del tiempo: el pasado, el presente y el futuro. El pasado son los que ya han
sido asesinados, con sus cuerpos desarticulados sobre el suelo en posiciones
grotescas. Son más monigotes que hombres, pues la muerte ya ha se adueñado de
sus cuerpos. La sangre mana de sus heridas y su rastro se pierde en los
márgenes del cuadro. Los que están a punto de morir componen el presente. En
ellos se encuentran reflejadas las diversas actitudes ante la muerte: algunos,
aterrorizados, ocultan su rostro entre las manos; un fraile entrelaza los dedos
mientras reza con la mirada fija en el suelo y la boca abierta en una mueca. En
el centro de la composición, el hombre de camisa blanca, iluminado por la luz
del farol que alumbra la escena, alza los brazos ante el pelotón de ejecución.
Su camisa, de un blanco inmaculado, quizás el símbolo de la libertad y el
triunfo de la valentía ante la muerte, atrae nuestra mirada como un relámpago
que restalla en la noche. Ese prisionero es quizás el alma de un pueblo que no
se resigna a vivir arrodillado, aunque la muerte sea el castigo por luchar por
la libertad. Es el único símbolo patriótico de una pintura que no trata de ser
sino relato de lo ocurrido, fotografía de la tragedia, reflejo de las pasiones
más bajas del ser humano. Los que esperan su turno para morir, tapándose los
ojos ante la inminencia de las balas, son el futuro. El miedo sobrevuela la
escena. Todos son reflejados en actitudes humanas, todos menos los soldados.
Los soldados no tienen cara. No hay ningún rasgo en ellos que nos permita
identificarlos. Goya no quiso pintarlos como seres humanos, sino como un
instrumento bélico, una pieza más de la inmensa maquinaria de la guerra, el
brazo ejecutor de la muerte. Sus uniformes, de colores grisáceos y ocres,
acrecientan esa sensación. Al fondo, Madrid aparece iluminada como una ciudad
fantasmal, como una ciudad con un halo tétrico, de cementerio. Madrid se
desangraba a través de los cuerpos de los fusilados, que las crónicas sitúan en
un número que oscila entre 500 y 3.000. Sus cadáveres fueron enterrados en una
fosa común en lo que hoy es el Parque del Oeste, cerca del Teleférico.
Goya no pertenecía a su tiempo. Quizás tampoco al nuestro.
Goya fue un incomprendido en su época, un mensajero de los tiempos que estaban
por venir. Su cuadro parece anticipar el horror y ese horror nos interpela
desde el cuadro. Es un cuadro atemporal pese a los
uniformes y a las ropas de los prisioneros. Nosotros estamos allí, agazapados
en un vértice del cuadro, como testigos del horror. También fueron testigos los que
existieron antes que nosotros. En Los fusilamientos del 3 de mayo se encuentran
los republicanos fusilados por Franco tras el final de Guerra Civil Española,
los judíos asesinados por los Einsatzgruppen en Europa Oriental durante la
Segunda Guerra Mundial, los bosnios fusilados en Srebrenica por los
serbobosnios en la Guerra de Yugoslavia, los civiles ejecutados por el Estado
Islámico en Siria o Irak. Goya no está interesado en la política, sino en la
Humanidad, en su posición frente a la muerte y en la insignificancia de la vida
cuando la brutalidad y el odio entran en escena.
No hay ni un ápice de patriotismo o reafirmación nacional
en la pintura. Goya no permite que su obra se ensucie con el barro de la
política. Todo en ella es profundamente humano, o inhumano. Goya se convierte,
a través de este cuadro, en el representante de esa máxima latina de Terencio
que reza “Homo sum, humani nihil a me
alienum puto”, o “Hombre soy; nada humano me es ajeno”. Convendría recordarlo,
para que la carne de los fusilados deje de abonar la tierra que, por otra
parte, parecemos empeñados en destruir.
JAVIER NIX CALDERÓN
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