sábado, 14 de enero de 2012

YO AMÉ A UN POETA


A Rafael Narbona, que me enseñó que el recuerdo se hace eterno en las palabras.

Mi batallón lleva una semana atrincherado en este lugar, esperando la ofensiva. Las noticias que vienen desde Euskadi no son buenas: los nacionales han tomado San Sebastián, y avanzan imparables hacia Cantabria. La resistencia no ha sido efectiva. Los pueblos y ciudades del oeste del País Vasco han caído como caen las cartas en los castillos de naipes,  una tras otra y a una velocidad vertiginosa. Llevamos desde que arribamos a esta colina cavando trincheras. Es un trabajo agotador. Muchos sabemos que presumiblemente este será nuestro final. Estamos aislados del resto del territorio leal a la República. La línea del frente es apenas una sucesión caótica de posiciones defensivas con unos pocos millares de hombres y algunas ametralladoras anticuadas. Si Cantabria cae, supondrá el comienzo del fin para la República. Todos lo sabemos, por eso cavamos en silencio. Veo determinación en los rostros de mis compañeros, pero es imposible no apreciar la aflicción de unos ojos que miran con miedo hacia la lejanía, intuyendo que la hora final se acerca.


El fragor de los combates nos ha impedido dormir desde hace dos noches. Por suerte, la luz del día nos concede unos instantes de calma, que algunos aprovechan para dormir. Estoy sentado junto a mis camaradas, pero no consigo conciliar el sueño. Mi mente viaja hasta ti una y otra vez mientras escribo en mi cuaderno de campaña, Federico. Hoy se cumple un año de tu asesinato. Fusilado al amanecer en un camino y arrojado a una fosa común por unos fascistas sin entrañas… Tú, el primer poeta de España, la luz más pura que este terruño maldito ha arrojado en los últimos tiempos. Aún recuerdo las palabras de María Teresa León al anunciarme tu muerte: “Rafael, nos han matado a Federico”. Pobre María Teresa, cómo me insistía para que fuera con ella y con Rafael Alberti a Valencia. No podía articular palabra. Cuando colgué el teléfono corrí a alistarme en el ejército. Mientras escribía mi nombre en la hoja de reclutamiento, fantaseaba con tus últimos minutos. Imaginé tu cara blanca como la cal, tus ojos profundos  destilando el miedo, la luz del alba avanzando imparable, salpicando el terreno de sombras. Recordé tus premoniciones sobre tu muerte: “La otra noche no podía dormir. Estábamos acampados con La Barraca en una finca extremeña, cerca de un cortijo abandonado. En la entrada del cortijo había unos capiteles caídos, unas ruinas de siglos que daban al paisaje un aspecto tétrico. Me sentí muy sólo. Estaba a punto de amanecer, y mientras lo hacía, llegó un corderito, de una blancura nívea, que comenzó a ramonear la yerba entre las ruinas. Si le hubieras visto… ¡Qué ternura! Era como un pequeño pétalo caído del cielo. De pronto, aparecieron cuatro o cinco cerdos de entre la maleza, cerdos negros, enormes y hambrientos, arañando la piedra con sus pezuñas. Se abalanzaron sobre el cordero, y lo despedazaron y devoraron en apenas unos minutos. Quedé horrorizado. Volví al campamento, desperté a todos y ordené que avanzaran hasta el siguiente pueblo. Qué hedor a muerte. Quedé desolado”. Reconozco que muchas veces me asustaba tu clarividencia. Ahora sé que en los instantes previos a tu asesinato, recordaste aquel cordero siendo descuartizado por cerdos rabiosos.



Pasé dos semanas en Madrid hasta que me llegó la orden de movilizarme junto con mi compañía. Aquel tiempo lo pasé deambulando por las calles que pocos meses atrás habíamos recorrido juntos. Pensé que se había acabado la poesía para mí. Las aceras me parecían sucios regueros que se tendían sobre unas calles a las que ya no me sentía ligado. Madrid eras tú, Federico. Recordé las noches volviendo de las tertulias del café Gijón, trastabillando, ebrios de felicidad, hacia la Residencia de Estudiantes. Casi podía verte vestido con tu traje blanco impecable, de corte americano.  A veces me parecía que los árboles se inclinaban a tu paso. La luz que desprendías resultaba de una claridad embriagadora. Tus ojos negros me penetraban hasta el tuétano de los huesos. Ambos conocíamos el amor del otro. Yo sabía que tú no podías ser mío, que tú pertenecías al ser humano. Aún así, eso no me impidió amarte. Nos amamos a nuestra manera, única, despreocupada y libre.


Esas semanas fueron de una intensa tristeza para mí. Mis padres me suplicaron una y mil veces que no me alistara, que fuera con ellos a Alicante, que sus contactos podían librarme de ir al frente. Pero yo no quería. ¿Cómo habría podido huir sin luchar por ti, por nuestra vida juntos, por todo lo que nos unió? La guerra me ha arrebatado todo aquello que amaba: a ti, La Barraca, las noches de hermandad, las risas en “la Resi”, las melodías que conseguías arrancarle al piano. Les dije que no, que yo también debía contribuir con mi sudor y mi sangre a defender las ideas por las que diste tu vida. Sé que quedaron destrozados, pero a veces un hombre debe seguir su destino aunque éste nos lleve a través de senderos inciertos.
La tristeza de los primeros días se fue trocando en un odio profundo por aquella anti-España que segaba la vida de poetas y los enterraba en cunetas perdidas. Necesitaba combatir, por ti, por mí, por aquella España que amaba y que se perdía irremediablemente entre el polvo levantado por millares de botas, ansiosas de poner grilletes a la libertad. No quise ver a nadie en aquellos días. Sabía que intentarían convencerme de que no me marchara, que aún podía salvarme. No quise escucharles. La decisión estaba tomada.


Un tren nos llevó hasta el sur. A mediados de septiembre llegamos a Murcia para recibir la instrucción militar. La República intentaba crear un ejército profesional, consciente de que el fervor miliciano sería incapaz de oponer una resistencia eficaz frente a las fuerzas africanas de Franco. Allí coincidimos con los primeros brigadistas, que llegaban por aquellas fechas a España, primero a decenas, y más tarde a centenares. Su ilusión me contagió. Comencé a creer que no todo estaba perdido. Recordé el orgullo con el que exhibíamos nuestros monos azules de “barracos”  por los pueblos de España. Recordé tu pasión por explicar al pueblo la grandeza del teatro. Pero en ese momento, yo tenía un fusil entre las manos y la grandeza poética de los escenarios de antaño residía ahora en las bocachas de nuestras armas y en los sacos terreros de las trincheras. La disciplina militar aplacó mi odio. No hablaba mucho con mis compañeros y no le dije a nadie los motivos que me movieron a alistarme. La mayoría de mis camaradas eran jóvenes poco instruidos, por lo que a mí, gracias a mis estudios universitarios, me ascendieron a oficial. Me entrenaron para comandar una compañía. Aprendía rápido. Quería salir de allí lo antes posible y combatir. Tu recuerdo me quemaba en las entrañas y las noches eran un suplicio. Soñaba con tu cuerpo tendido de espaldas mientras una sangre viscosa se derramaba por tu ropa hasta ennegrecerla. Me despertaba sobresaltado de madrugada, mientras a mí alrededor todos dormían. Unos pocos se dieron cuenta de mis pesadillas, pero no quisieron preguntar. Quien más y quien menos, todos habíamos perdido a alguien por culpa de la guerra y respetábamos el dolor de los otros en silencio.


A principios de 1937 nos mandaron al frente de Guadalajara. Se temía una ofensiva nacional en aquel sector, pero no ocurrió nada hasta marzo. Permanecimos dos meses en las trincheras, hasta que los italianos del Corpo di Truppe Volontaire atacaron. Les vencimos sin demasiado esfuerzo. Los italianos no combatían por su tierra, pero nosotros sí. En aquella batalla, mi bautismo de fuego, me di cuenta de que no me asustaba la muerte. Sentía que cada ráfaga de ametralladora me acercaba a ti. El estruendo de los aviones lanzándose en picado hacia nuestras líneas, lejos de asustarme, me henchía de valor. No podía sentir miedo hacia aquellos cobardes que eran capaces de asesinar a la poesía sin que les temblara el pulso. Recuerdo que, bajo un fuerte bombardeo enemigo, pensé en la figura de Aquiles y Patroclo. Desde tu muerte, sentía que nuestra historia se asemejaba terriblemente a aquella: yo, un Patroclo huérfano con una patria que se sume en el ocaso sin remedio; tú, un Aquiles asesinado, sin gloria ni clarines anunciando tu llegada al cielo.


Tras nuestra victoria en Guadalajara, pasamos unos meses en Madrid. Poco después, cuando la presión nacional sobre el norte se hizo insoportable, destinaron a mi unidad al País Vasco. Allí combatimos en los alrededores de Bilbao. Fuimos testigos de la caída de la ciudad y del bombardeo indiscriminado de civiles por la aviación franquista. Nos replegamos hacia Cantabria, dispuestos a formar una última línea de resistencia en el valle del Pas. Hasta que llegamos aquí, hemos pasado un mes de duras caminatas nocturnas por los caminos, evitando a los Stukas alemanes de la Legión Cóndor que campan a sus anchas en los cielos durante el día. Fue agotador, pero éramos conscientes de que nuestra vida dependía de que nos acompañaran las fuerzas un día más. Marchábamos contrarreloj. Apenas he dormido en diez días, pero siento tu presencia junto a mí y eso me reconforta. En estos últimos días te he sentido muy cerca. Tengo la certeza de que muy pronto me reuniré contigo, Federico.

Esta mañana nos ha llegado la orden del general de tomar posiciones defensivas. Los nacionales avanzan a toda velocidad formando cuatro columnas. Desde nuestra colina podemos observar las filas de soldados republicanos que se retiran presos del pánico desde las primeras líneas del frente. El general ha sido muy claro: hay que resistir a toda costa. Nos estamos jugando la caída de todo el sector del norte. Si cae nuestra posición, caerá todo el valle del Pas y con él, Santander. Hemos recibido la noticia con gesto serio. No creíamos que todo fuera a suceder tan rápido. El ataque se espera en 24 horas, quizás menos. Apenas tenemos el tiempo necesario para colocar los últimos sacos terreros y tomar posiciones de combate.



Sólo queda una hora para que ocupemos nuestros puestos. Hoy no tengo miedo. Quizás el destino ha elegido el mismo día para que los dos abandonemos este mundo, en años distintos. Si caigo hoy bajo el fuego enemigo, no caeré con miedo. Seré valiente por los dos. Vengaré en mi gesto tus últimos instantes de terror. Te juro que no caerá ninguna lágrima de mis ojos si me hieren. Las balas podrán agujerear mi cuerpo, pero mi amor por ti permanecerá intacto. Se me empañan los ojos mientras escribo esto. Mi mente vuelve incesantemente a aquellas noches cálidas de Madrid, a las lecturas de tus poemas, a tu carisma radiante que se introducía por cada uno de mis poros. No quiero una España sin un Federico García Lorca en ella.
Ya llegan los primeros aviones franquistas, sobrevolando nuestras posiciones. Hemos mirado todos al cielo durante unos segundos. Mis compañeros tienen el gesto tenso de los instantes previos al combate. Yo no. Yo ahora sonrío. Miro al cielo y puedo ver tu rostro dibujado en las nubes de este mes de agosto. Me sonríes, pero tus ojos negros se ven tristes allí arriba, tan sólo y perdido. Déjame que realice la última ofrenda a esta España fracasada que se muere, y espérame. Voy enseguida, Federico.  Ya no volverás a estar sólo. Tu poesía cargada de futuro y mi fusil son uno ahora. Vaciaré mi cargador y entonces me reencontraré contigo. Terminadas las noches, los días y las horas, mejor morirse. Este mundo que viene jamás entenderá un amor tan grande como el nuestro. Mi sangre regará el mismo suelo que tú. Espérame, Federico. Espérame.


JAVIER NIX CALDERÓN

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Prado mortal de lunas
y sangre bajo tierra.
Prado de sangre vieja.

Luz de ayer y mañana.
Cielo mortal de hierba.
Luz y noche de arena.

Me encontré con la muerte.
Prado mortal de tierra.
Una muerte pequeña.

El perro en el tejado.
Sola mi mano izquierda
atravesaba montes sin fin
de flores secas.

Catedral de ceniza.
Luz y noche de arena.
Una muerte pequeña.

Una muerte y yo un hombre.
Un hombre solo, y ella
una muerte pequeña.

Prado mortal de luna.
La nieve gime y tiembla
por detrás de la puerta.

Un hombre, ¿y qué? Lo dicho.
Un hombre solo y ella.
Prado, amor, luz y arena.

Canción de la muerte pequeña. Federico García Lorca

Me ha gustado mucho, Javi. Muy bueno.

Andrés

Norma Gómez dijo...

Excelente Javi !!! :*