lunes, 18 de febrero de 2013

NINGUNA RANA SIN NENÚFAR



Ruperto era un renacuajo que vivía en una charca muy pequeña bañada por el sol, con sus padres y sus cinco hermanos. La familia de Ruperto era muy pobre, pero no siempre fue así. Sus padres le contaban  historias sobre tiempos mejores, en los que la charca era mucho más grande y el agua más limpia. El hogar de Ruperto era un charquito de agua turbia en el que escaseaba la comida. Las ranas más viejas del lugar se reunían todas las noches, a la luz de la luna, y croaban tristes mientras recordaban la charca que conocieron, en la que los nenúfares abundaban y había sitio para todos. Las pequeñas plantas acuáticas florecían por toda la superficie de la charca, ofreciendo sus hojas a las ranas, que se tumbaban sobre ellas y calentaban sus cuerpos bajo el sol del mediodía. “Eso fue antes de que llegaran los sapos”, decían las ranas ancianas. “Los sapos aparecieron un día en la charca y nos dijeron que habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades. Lo primero que hicieron fue privatizar las semillas de los nenúfares. Las ranas más ricas de la charca comenzaron a adquirir los derechos de las semillas de nenúfar. Ese fue el comienzo del fin”. Ruperto no entendía como esos sapos pudieron reclamar como propias unas plantas que no pertenecían a nadie. “No pudimos evitarlo –explicó una rana-. Vinieron con un ejército de serpientes. Los que se opusieron fueron devorados por ellas. Las ranas más valientes fueron las primeras en morir. Pero la mayoría teníamos hijos y sentimos miedo.”


Ruperto miró a su alrededor. En la parte izquierda de la charca, por la que llegaba la corriente de un pequeño arroyo, existían algunos nenúfares con flores, habitados por ranas rollizas y bien alimentadas, protegidos por serpientes acuáticas. Un día, Ruperto, movido por la curiosidad, osó acercarse demasiado a ellos, atraído por la claridad del agua y los colores de las flores. Una serpiente le vio e intentó morderle. En el colegio de la charca le habían explicado que vivía en una charca libre y democrática, pero aquel día entendió que no era cierto. Que había dos clases de ranas. Volvió a su pequeño nenúfar, que sus padres pagaban a duras penas limpiando de palos y hojas secas la parte de la charca de las ranas ricas. Le explicó a su madre lo que le había ocurrido y ésta le dijo: “Ruperto, no vuelvas a acercarte a ese lugar. Muchos renacuajos han sido mordidos antes que tú por hacer lo mismo, y algunos han muerto. Por favor, hijo, tu padre y yo te queremos mucho y no soportaríamos que te ocurriera lo que a ellos”. Aquella noche se durmió mirando a las estrellas, pensando en sus compañeros de clase que tenían que dormir sobre la tierra que rodeaba la charca, expuestos a las lechuzas que pululaban por allí, sin un mosquito que llevarse a la boca. “Esto tiene que cambiar”, se dijo. “Ni una rana más sin nenúfar”.


Al día siguiente, en el recreo del colegio, le habló a sus compañeros renacuajos sobre lo que le había ocurrido el día anterior. Eran apenas treinta renacuajos escuálidos. Muchas ranas habían emigrado a otras charcas cuando los sapos impusieron sus normas, por lo que el número de renacuajos había disminuido en los últimos tiempos. Les habló de su idea. “Esta charca es nuestra. Somos nosotros los que la habitamos. Nuestro futuro depende de esta charca y la charca depende de nosotros. Nuestros padres tienen miedo de perder lo poco que poseen, pero si no luchamos por lo que es nuestro, pronto no tendremos nada por lo que luchar. Hemos visto demasiados desahucios de nenúfares y a demasiadas ranas con sus familias abocadas a la pobreza y la exclusión. Si no hacemos algo ahora, los sapos acabarán por poseer la charca por completo, y seremos sus esclavos. ¡No podemos permitir que eso ocurra, compañeros renacuajos! ¡Ninguna rana sin nenúfar!”. Los renacuajos le miraron sorprendidos. El miedo de sus padres les había contagiado y la mayoría se había resignado a una vida precaria. Pero Ruperto siguió hablando de la necesidad de defenderse ante el ataque de los sapos. Tanto habló, y con tanta pasión, que convenció a todos los renacuajos de la escuela.

Las ranas que les daban clase escucharon a Ruperto hablar en el patio de la escuela submarina. Se acercaron a él y le escucharon con atención. Sintieron un atisbo de esperanza entre sus palabras. Al final del discurso, toda la escuela coreó sus palabras: “¡Ninguna rana sin nenúfar! ¡Ninguna rana sin nenúfar! ¡Ninguna rana sin nenúfar!”. Se organizaron en la escuela. Acordaron una estrategia basada en la resistencia no violenta. Se encerraron en la escuela y la convirtieron en el centro de su protesta. Los sapos se enteraron de la noticia y mandaron a sus serpientes para desalojarla. Las ranas y los renacuajos resistieron, aunque algunos renacuajos fueron mordidos por las serpientes y dos murieron. Cuando la noticia de las muertes llegó a oídos del resto de las ranas, una oleada de indignación y furia agitó las aguas turbias de la charca. Todas las ranas se unieron a la protesta. Las ranas dejaron de trabajar para las ranas ricas de la charca y pronto el agua de su zona también se llenó de suciedad. Los sapos redoblaron su ofensiva. Enviaron más serpientes y contrataron a las lechuzas para que destrozaran con sus garras todos los nenúfares que pudieran. Las ranas combatieron a las serpientes y aunque algunas ranas murieron, con cada muerte se reforzaba su compromiso con la lucha. Resistieron durante semanas y pronto la voz se corrió por las charcas de la zona. Las ranas de los alrededores se rebelaron contra la dictadura de los sapos, croando el lema de Ruperto “¡Ninguna rana sin nenúfar!”. Comenzaron a ser cientos, miles, decenas de miles de ranas que dejaron de tener miedo y se unieron al movimiento.


Un día, treinta mil ranas y renacuajos salieron de sus charcas y avanzaron hacia el lago en el que habitaban los sapos. Ese día el miedo cambió de bando. Las serpientes huyeron atemorizadas hacia los ríos mientras los sapos observaban aquella marea de cuerpos verdes. Ruperto, convertido ya en una rana, lideraba la marcha, agarrando las ancas de sus compañeros. Llegaron hasta el lago y lo rodearon, lanzando consignas y cantando. Los sapos huyeron y sus castillos, construidos con los nenúfares que habían robado a las ranas, fueron desmontados y los nenúfares devueltos a las charcas de las que fueron saqueados. Las ranas volvieron a sus charcas para reconstruir lo que los sapos habían destruido.

Fueron pobres durante un tiempo después de aquello. Les costó mucho trabajo devolver el esplendor de otros tiempos a la charca, pero trabajaron con ilusión. Sabían que su trabajo les pertenecía a ellos. Afloró un fuerte sentimiento de comunidad entre las ranas, no sólo de la propia charca, sino de todas las charcas. Todas las ranas tuvieron acceso a un nenúfar que, aunque pequeños, les permitían vivir con dignidad. Las ranas, por fin, elegían su propio destino.


JAVIER NIX CALDERÓN

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